Amor espectral y disonante


Ella ya no está. No digo que se haya ido: eso sería decir demasiado. Tampoco que murió: sería darle cuerpo a lo que ya no tiene contorno. No está. Y esa ausencia no es hueco, ni pérdida, ni nostalgia: es vibración. Ella sigue ocurriendo, pero sin presencia. Un temblor residual que no necesita espacio para invadirlo todo. Está en los objetos que dejaron de tener sentido, en las palabras que no saben dónde caer, en los gestos que se repiten sin causa como si la memoria tuviera tics. Ella ya no es un recuerdo: es un clima. Y yo soy el animal que respira ese clima, aunque no quiera, aunque no sepa, aunque no me quede aire. Porque su ausencia no es silencio. Es ruido blanco, disonancia pura, frecuencia torcida que habita entre las palabras. Y por eso escribo así: para sintonizar el lenguaje con su fantasma. No para evocarla. No para explicarla. Sino para que ocurra. Que este texto no la nombre, sino que la tiemble.

El lugar donde estuvimos dejó de ser un lugar. Se volvió residuo. Una zona de alta toxicidad emocional. Cada rincón es un testigo ciego, una materia contaminada de respiración evaporada. El aire sigue oliendo a lo que fuimos. El colchón aprendió su forma. El espejo aún finge que la refleja, aunque ya no recuerde sus rasgos. No quedan fotos, pero cada pared es una radiografía suya. Todo es traza. Polvo de ella. Fragmentos sin órgano. Esquirlas sensoriales. Una vez intenté limpiar la casa, deshacerme de sus signos. Pero descubrí que su ausencia era más densa que su presencia. Lo que duele no es lo que falta. Es lo que persiste después. Lo que no se puede tocar, pero ya no se puede soltar. Ella sigue siendo el tacto que me falta.

Hay días en los que no pienso en ella. Pero entonces todo lo demás se vacía. El mundo pierde peso. Como si ella fuera la gravedad de las cosas. Entonces aparece: no como imagen, sino como interrupción. No se ve, no se escucha, no se nombra. Pero está. En la esquina torcida de una frase. En la sombra inexplicable de una palabra. En el bostezo sin causa de las mañanas. Porque el amor que ya no es no se va: se vuelve lengua. Lengua que tartamudea, que derrapa, que no encuentra sintaxis. Ella es la gramática del extravío. Y yo, su oración inconclusa.

A veces me sorprendo hablándole al aire. No con su nombre —el nombre ya no significa nada—, sino con lo que ella dejó colgando entre frase y frase. Le hablo como se habla a un lenguaje perdido, esperando que algún fonema antiguo responda. Le hablo como se sopla a una herida. Como se canta a una sombra. No por necesidad: por ritmo. Porque hay palabras que solo cobran sentido cuando se lanzan al abismo de lo que no vuelve. Ella es eso: una escucha sin oído. Un eco que nunca tuvo voz. Y yo, un cuerpo ocupado por su ruido.

No me duele su ausencia. Eso sería humano. Lo que duele es su vibración sin forma. Su estar no estando. Su perfume sin flor. Su cuerpo sin tacto. Porque todo lo que me rodea sigue hablándome en su idioma. Una taza, una esquina, una media extraviada. Y no hay traducción posible. Estoy atrapado en una lengua muerta, en un dialecto íntimo que nadie más puede hablar. Ni siquiera ella. Porque ya no es. O no es como era. O no es donde era. Es en otra parte. Y esa parte está adentro. Y afuera. Y en medio. Como una grieta que respira. Como un dios que nunca pidió fe, pero exige culto.

No quiero que vuelva. No sería ella. Sería otra. Una imitación. Una falsificación del fuego. Porque lo que amo no es a ella: es su espectro. Su forma disuelta. Su humedad emocional. La figura líquida que dejó tras evaporarse. Quise olvidarla, y terminé recordando mejor. Porque el olvido no borra: refina. Hace que todo se vuelva más puro, más filoso, más insoportable. El olvido es una forma de amar sin querer. Y yo la amo así: desde el borde. Desde el no. Desde el no-poder. Desde la imposibilidad de que vuelva a ocurrir.

Y sin embargo escribo. No como testigo, no como víctima, no como amante. Escribo como médium. Como si su aliento me dictara. Como si ella respirara a través de mis dedos. Como si yo fuera apenas un conducto. Porque ya no tengo voz. Solo esta lengua espectral que se arrastra por el papel. Esta lengua que no busca decir, sino contagiar. Contaminar. Infectar de ella a quien lea. Que cada palabra sea una mancha. Una sombra. Un zumbido. Una larva de su eco.

Si ella pudiera leer esto —no puede, no debe, no existe—, sabría que no la busco. Que no quiero que entienda. Que no hay nada que entender. Que este texto no es un puente, sino una grieta. Que es una carta no enviada escrita con cenizas. Que no es poema, ni plegaria, ni relato. Es un residuo. Un escombro emocional. Un grito que se tragó a sí mismo. Una melodía desafinada que se repite hasta que ya no suena. Amor espectral. Amor disonante. Amor sin objeto. Sin sujeto. Sin cierre.

Porque el amor, cuando ya no tiene donde caer, se queda suspendido. Vibrando. Como una campana muda que nadie tocó, pero suena. Porque no hay olvido. No hay regreso. No hay final. Solo una voz que escribe desde el centro de la interrupción. Y yo soy esa voz. O el hueco donde esa voz ocurre. O lo que queda cuando la voz se cansa. Y entonces, apenas entonces, ella vuelve a no estar.