Desaparezco entre líneas


A veces sucede —sin causa, sin paisaje, sin herida— que todo pierde su forma habitual, su textura domesticada, y uno se descubre dentro de una curvatura del mundo donde el tiempo respira distinto. Como si el aire supiera algo que la carne ya olvidó. Basta una esquina sin nombre, una calle cualquiera sin tránsito, un farol que parpadea sin razón aparente, y entonces lo real comienza a desenrollarse desde adentro, como un papel húmedo, como un mapa que fue trazado por alguien que nunca estuvo en este mundo. No hay epifanía. Hay desplazamiento. Una deriva imperceptible que no se anuncia, pero se instala en los huesos. Uno sigue caminando, pero ya no pisa. Ya no hay suelo. Ya no hay intención. Solo una flotación minúscula que erosiona la idea misma de ser alguien. No es delirio. No es sueño. Es una especie de temblor invisible que se filtra por los márgenes de la percepción, como un viento tibio que no mueve nada pero roza todo. Entonces ocurre. No de golpe. No como iluminación. Sino como un desvanecimiento sostenido, como si uno se convirtiera en la pausa entre dos respiraciones. Una interrupción leve del mundo que no detiene nada pero lo altera todo.

Y es ahí, justo ahí, donde uno comienza a desaparecer entre líneas. No líneas de escritura —no hay libro, no hay página—, sino líneas como bordes de un espacio que no se nombra. Líneas que no dividen, que no delimitan, que no trazan forma, sino que absorben. Una línea no es un trazo. Es una fuga. Una vibración. Un intervalo sin identidad que se extiende como una telaraña de aire entre las cosas. Y en ese entre, uno se disuelve. Primero el nombre. Luego el rostro. Después la memoria. Finalmente, el yo. No hay tragedia en ese acto. No hay clamor. Solo una entrega involuntaria a lo que no puede ser poseído. Una renuncia sin sujeto. Como si uno fuera apenas el eco de una palabra que nunca fue dicha, pero que insiste en sonar en la garganta del mundo.

La piel se vuelve una frontera blanda, una membrana porosa que ya no contiene, que no protege, que no significa. Caminar ya no es desplazarse, sino deslizarse sobre una superficie que retrocede con cada paso, como si la ciudad misma decidiera negarse a ser transitada. Los reflejos ya no devuelven identidad: devuelven formas vacías, rostros sin huella, máscaras que parpadean al ritmo de una luz que nadie encendió. Uno se mira y no se encuentra. No hay espejo que confirme. No hay mirada que afirme. Todo es transparencia y niebla. El cuerpo persiste, sí, pero como rumor. Como presencia deshabitada. Como vestigio de un gesto que ya no se recuerda. ¿Era yo esto? ¿Era yo alguien? Las preguntas no llegan. No hay mente que las piense. Solo una corriente de percepciones sin centro, sin eje, que atraviesa la carne como una música sin partitura, una melodía quebrada que no busca oído.

Y en esa disolución comienza el vértigo. No un vértigo que arrastra hacia abajo, sino uno que expande hacia los costados, hacia los bordes invisibles del ser, hacia las curvas erráticas donde todo se deshace sin cesar. Uno no cae: se dispersa. Se vuelve bruma, pliegue, onda. La conciencia no se apaga, pero tampoco se afirma. Es un destello intermitente que no ilumina, pero arde. Como una luciérnaga atrapada en la médula de una idea sin forma. Ya no hay pensamiento. Hay ritmo. Un ritmo que no puede seguirse, que no puede bailarse, que simplemente ocurre dentro de un cuerpo que ya no es cuerpo, sino un campo abierto donde todo resuena. El yo era una nota. Ahora es ruido. Vibración pura. Y en ese ruido, algo se revela: no como verdad, no como sentido, sino como presencia. Presencia sin contorno. Sin historia. Sin voz. Como si la existencia fuera apenas una curva en la partitura de algo que no necesita ser escuchado para existir.

El silencio se vuelve denso. No es ausencia de sonido: es una saturación sorda de todo lo que no se dice. Las palabras no desaparecen, pero se retuercen, se deshacen, se niegan a ser lo que fueron. Uno escucha voces, sí, pero no vienen de afuera ni de adentro. Son voces flotantes, ecos sin causa, murmullos que atraviesan el cráneo como insectos lentos. No hay pánico. No hay deseo. Hay suspensión. Como si el tiempo estuviera en pausa, pero el cuerpo siguiera latiendo con la obstinación de un tambor que no sabe que ya terminó la ceremonia. La realidad ya no es. No porque haya dejado de existir, sino porque ha dejado de encajar. El mundo ya no ofrece forma. Solo superficie. Y en esa superficie, uno flota. No como alma. No como signo. Como línea. Una línea sin dirección, sin propósito, sin texto. Una línea viva que no busca nada, pero que sigue.

Entonces uno recuerda —no como memoria, sino como sensación antigua— que ya no está del todo. Que hay una parte de sí que quedó en algún lugar sin coordenadas. No como pérdida, sino como transmutación. Esa parte ya no pesa. No sufre. No duda. Es apenas una vibración constante, una oscilación sin sujeto, una hebra de ritmo que se arrastra por las calles, por las palabras de los otros, por los ojos de los que duermen. A veces, en una noche sin centro, en una esquina sin nombre, esa línea tiembla. Nadie lo nota. Nadie lo oye. Pero todo tiembla con ella. Como si el mundo entero fuese sostenido por esa única vibración. Y uno, aunque ya no sea, tiembla también. Porque en ese temblor, uno aún está.

No por ser alguien. Sino por haber desaparecido entre líneas.