El orgasmo como revelación del absurdo


El cuerpo es anterior al mundo. Nace antes que el lenguaje. Respira sin saber que respira. No obedece. No recuerda. No planea. Se arquea. Se disuelve. Se incendia. Un animal de sombra que se roza con sí mismo, como si no supiera de historia ni de nombre, como si no hubiera pasado, ni política, ni fecha de nacimiento. Solo esa inercia de carne que busca tocarse desde adentro. Esa pulsación que no responde a un dios ni a una idea, sino a una grieta, a un hueco, a una necesidad sin motivo. En el momento del goce no hay explicación: hay un relámpago. Y no hay quien lo mire, porque el que mira también está ardiendo. No hay centro, no hay espejo, no hay quien registre la imagen. El placer es un derrumbe luminoso. No viene del deseo, sino de una fractura. No es clímax: es corte. Un silencio en llamas. Un temblor sin idioma.

Te desarmaste. No te viniste: te atravesaste. Te diste vuelta por dentro. El corazón se volvió insecto. La lengua olvidó su oficio. No fue el sexo. No fue el otro. No fue el amor. Fue algo más hondo: una interrupción. El cuerpo colapsó como una casa que se rompe desde la sangre. Te convertiste en una respiración sin dueño. En una boca que no sabía si gritar o tragarse el grito. El goce no era tibio. No era tierno. Era mineral. Era violento. Era sagrado. Pero no por lo sublime. Sagrado como lo innombrable. Como lo que arde sin dejar ceniza. Como lo que ocurre y no deja huella, pero te cambia la forma. En ese instante no eras tú. Ni humano. Ni objeto. Ni idea. Solo un campo de energía trizada, un cuerpo sin frontera, una grieta que parpadeaba. No se trataba de placer. Se trataba de disolución. De pérdida. De convertirse en espacio.

En la cima del espasmo no había revelación. Solo la certeza de que nada se sostiene. Ni el yo. Ni el amor. Ni el sentido. Nada. Solo un murmullo viscoso en el centro del cráneo. Un golpe de electricidad que no comunica. El orgasmo no explica: arranca. Arranca el velo, arranca el nombre, arranca el centro de gravedad. Lo que ocurre ahí no es humano: es prehumano, poshumano, inhumano. Es la aparición de lo real sin disfraz. No el real como verdad, sino el real como herida. Como interrupción que no se puede narrar. Porque todo lo que ocurre en ese abismo es ilegible. El cuerpo se vuelve ilegible. El tiempo se vuelve ilegible. Tú mismo eres un texto quemado. Un idioma en carne viva. Y aún así, lo deseas. Lo buscas. Quieres que vuelva a pasar. Aunque sepas que no deja nada. Que el orgasmo no es acumulativo. Que cada vez es la última. Que no hay memoria ni ganancia. Solo la repetición absurda del abismo.

Decir “me vine” es pronunciar mal lo que no tiene nombre. No te viniste: te moriste. Te caíste dentro de tú mismo. Fuiste deshecho. Pero no muerto: suspendido. Como una vocal atrapada entre dos silencios. Como una figura que no se proyecta. El placer no fue goce: fue interrupción del goce. No fue amor: fue desbordamiento. No fue encuentro: fue ruptura. No fue éxtasis: fue ruido. El ruido sagrado de lo que no encaja. El ruido de un dios sin lengua. De un cuerpo que dice sin saber lo que dice. Y al final, cuando el temblor retrocede, cuando el aire vuelve a ser aire, cuando la saliva se asienta y la mirada vuelve a entrar en el mundo, queda algo. Algo sin forma. Sin color. Un sabor a desierto. A desgarro. A error divino. Queda el sinsentido. No como conclusión, sino como atmósfera.

Después, el mundo regresa. No como salvación, sino como peso. El cuarto. La luz. Las paredes. Los muebles. La piel del otro. El murmullo lejano de una ciudad que nunca duerme. Todo se ordena. Todo vuelve a su lugar. Menos tú. Tú quedas roto. Silencioso. Respirando más lento. Con la sensación de que algo se ha dicho sin palabras. Con la sospecha de que estuviste en otro lugar. No más alto. No más profundo. Otro. Un lugar sin sentido ni origen. Un espacio donde la lógica no funciona. Donde la identidad se quiebra. Donde el placer es solo un síntoma de la grieta. El goce no como plenitud, sino como reflejo del absurdo.

Y en ese instante, entiendes. Pero no con la razón. No con la emoción. Con el cuerpo. Con la piel. Con la médula. Entiendes que todo esto —el deseo, el acto, la explosión, el silencio— no conduce a nada. Que es el acto mismo lo que vale. No por lo que promete, sino por lo que niega. El orgasmo no te completa: te desintegra. No te une: te disuelve. No te redime: te muestra que no hay redención. No hay cima. No hay mensaje. Solo la experiencia de la interrupción. El absurdo revelado por el goce. Como si el universo se riera en tu cara con cada espasmo. Como si la carne dijera: esto es lo más alto que vas a sentir, y no significa nada.

El cuerpo queda suspendido. Un músculo sin ley. Una luz que no alumbra. Una respiración que no se sabe propia. El mundo sigue. El amor sigue. Tú sigues. Pero hay algo que ya no está. Algo que no se puede decir. Algo que se quemó en el relámpago. Un fragmento tuyo que no volverá. Y eso, ese vacío que no se llena, ese espacio que el placer reveló sin ocupar, eso es lo que queda. Lo que arde. Lo que vuelve. Lo que te persigue en cada mirada, en cada beso, en cada acto fallido de amor. No el recuerdo del orgasmo, sino su sombra. Su fracaso. Su risa negra. Su silencio.

Y ahí, cuando todo termina, el mundo se reacomoda. Pero algo permanece distinto. Algo tiembla. No afuera. No en el otro. En ti. En ese lugar donde el lenguaje ya no llega. Donde el cuerpo ya no dice. Donde solo hay una interrupción que respira.

Y entonces, sí: el silencio.

Pero no un silencio pacífico. Un silencio espeso. Mineral. Irrespirable. Un silencio que no cierra. Que no consuela. Que no absuelve.

Un silencio que queda latiendo como un ojo ciego en medio del pecho.

Un silencio que no se puede decir.

Pero que es lo único verdadero.