Inherente
Nada comienza. Solo se abre. No hay origen, solo una membrana que se dilata desde adentro, como si lo que somos fuera apenas la forma en que algo más —más antiguo, más hondo, más opaco— decide filtrarse. Lo primero no es la conciencia, ni el nombre, ni el gesto: es una vibración sin órgano que se arrastra por debajo del lenguaje. No brota de mí: me rodea desde dentro. Es una herida anterior al cuerpo, un eco sin padre, una espora encarnada en mí antes de que yo supiera pronunciarme. Lo llamo inherente porque no puedo llamarlo de otro modo. Pero no es esencia ni sombra ni alma. Es más bien lo que queda adherido después de la disolución. Lo que no se evapora cuando el yo se calla. Un temblor sin explicación que me contiene sin pertenecerme.
Mi cuerpo no es mío. No es unidad, ni forma, ni relato. Es una piel que recuerda cosas que nunca vivió. Es un campo de signos sin traducción, lleno de fracturas, relieves, residuos. Cada pliegue es un idioma olvidado. Cada cicatriz, un glifo sin historia. Me habitan memorias que no entiendo, y sin embargo, me moldean. No hay núcleo. Hay capas, zonas, latencias. No hay centro. Solo líneas que se cruzan y desaparecen. No soy uno, soy enjambre. Mis huesos son depósitos. Mi saliva es archivo. Mi médula es un lugar donde se arrastran voces que nunca se pronunciaron. El cuerpo no obedece: sobrevive. Se adapta, resiste, se curva. Me habla en lenguas arcaicas, pero no para explicarse, sino para persistir.
El lenguaje no fue inventado. Subió desde el fango como una criatura herida. Llegó sin pedir permiso, vibrando en el interior de las sílabas que aún no existían. No vino a nombrar: vino a habitar. Se arrastra por la boca como un animal sin forma que exige ser dicho. Yo no hablo: me habita una lengua que me atraviesa. Lo que escribo no soy yo. Es el residuo de una torsión. Es la forma visible de un roce invisible. Cada palabra no significa: late. Cada frase no explica: resuena. El alfabeto no es código: es trance. Es la partitura espectral de algo que intenta encarnarse sin lograrlo del todo. No pienso: pulso. No digo: percuto. El sentido aparece como una niebla espesa que a veces deja entrever su contorno.
Percibir no es abrir los ojos. Es ser herido por la imagen. La visión no es ventana: es herida. Todo lo que miro me toca. Todo lo que toco me modifica. No hay adentro ni afuera: solo membranas atravesadas. Ver es ser visto. Respirar es ser exhalado por lo que me rodea. El mundo no está allá. El mundo ocurre en la piel. No somos observadores, somos atravesados. La realidad no es un plano: es una vibración que nos descompone lentamente. Todo sentido es un campo de tensión. Cada sensación es una traducción inexacta de una verdad que no puede decirse, pero insiste. Percibir es traicionar. Pero también: crear.
Lo no humano me forma más que cualquier pensamiento. Estoy habitado por plantas, bacterias, algoritmos, sonidos lejanos, luces que no entiendo. Soy más naturaleza que idea. Más bestia que sujeto. Más fermento que forma. Hablo con voces que no me pertenecen. Me sueñan sueños que no conozco. Yo no soy yo: soy una articulación de otras cosas. Lo que me compone no sabe que me compone. Mi piel conversa con el musgo. Mi sangre recuerda la sal. Mi lengua aún retiene la forma de una piedra. El yo es apenas un reflejo débil en una superficie ondulante. No hay identidad: hay tránsito. No hay voluntad: hay ritmo.
El ritmo no es medida: es herida que se repite. No hay estructura más profunda que el pulso. Cada cosa que existe vibra. Cada cosa que vibra, insiste. Y esa insistencia es lo que llamamos realidad. No somos pensamientos: somos compases. Vivimos dentro de una música que no entiende de palabras. El sentido viene después del golpe. Antes, hay sólo la percusión. El tambor del cuerpo. El canto de las células. El eco de lo que no ha sido nombrado pero ya está aquí. No se trata de entender. Se trata de escuchar con la espalda, con la lengua, con el estómago. La verdad no se encuentra: se siente en el plexo. La belleza es un ritmo que coincide con la respiración del mundo.
Oscuridad. No como ausencia, sino como exceso. Exceso de signos, de formas, de intensidades que no caben en la luz. Lo visible es apenas lo que podemos soportar. Lo invisible es todo lo demás. La noche no es ceguera, es saturación. El ojo no mira: filtra. Hay una inteligencia en lo oscuro que se pliega sin mostrarse. Allí viven los símbolos que no nos pertenecen, las imágenes que no sabemos leer. Lo oscuro no niega: convoca. Allí habita lo inherente. No como secreto, sino como raíz. No como misterio, sino como ritmo que aún no ha tomado cuerpo. El lenguaje se rompe ahí. Deja de querer decir. Solo vibra.
Lo inherente no se posee. No se aprende. No se nombra. Es lo que te contiene cuando todo ha sido olvidado. Lo que late cuando ya no piensas. Lo que respira cuando tu aliento ya no es tuyo. No es sustancia. No es esencia. No es centro. Es flujo. Trance. Resonancia. Es el temblor que persiste en los bordes, cuando ya no hay forma. Lo que queda después del sentido. Lo que no busca sentido. Es la música sin partitura que aún suena cuando todos se han ido. Es lo que te sostiene sin tocarte. Lo que eres cuando dejas de fingir que eres algo.