Habita cuando dejo de buscarla
No sé si esta ciudad me habita o me inventa. Algunas mañanas despierto con la sensación de haber sido soñado por sus edificios, como si los muros respiraran mientras duermo, como si las calles tuvieran labios que susurran mi nombre en lenguas ya extinguidas. Manizales no es una ciudad: es una alucinación topográfica, un cuerpo colgado del abismo, una cicatriz vertical que aprendió a fingir estabilidad. No tiene centro. No tiene bordes. No tiene presente. Es un cuerpo que flota sobre sus propias ruinas. Una ciudad que se niega a caer, pero ya no recuerda por qué se sostiene.
Afuera, los días no comienzan: se filtran. No hay alba, hay neblina; no hay silencio, hay ruido latente, como si la ciudad estuviera esperando algo que no llega, una señal, una implosión, un grito final que la libere de sí misma. Las nubes descienden como pensamientos densos, atraviesan los tejados, empapan las fachadas. La ciudad no se mueve, pero cambia de forma. El asfalto no conduce, sino que atrapa. Uno no camina: deriva. No hay trayectos: sólo zonas de intensidad, manchas de sentido que aparecen y desaparecen como un mapa húmedo que se borra con cada paso.
He habitado calles que no me pertenecen, y sin embargo me conocen más que mi reflejo. Esquinas que me esperan sin esperarme. Escaleras que se abren como mandíbulas húmedas. Calles que no llevan a ningún lugar, sólo giran sobre sí mismas, como un pensamiento que no encuentra forma. Todo da vueltas, pero nada regresa. Las fachadas no miran: acechan. Las ventanas no dejan pasar la luz: la filtran, la manchan, la traen muerta. Cada barrio es un estado de ánimo detenido. El Centro, con sus cadáveres útiles y trajes con corbata; el Cable, con sus vitrinas donde se vende la esperanza en cuotas; Palermo, donde las casas envejecen sin nostalgia; San José, que ya no recuerda haber sido promesa.
La ciudad respira por las grietas. No por los parques, sino por los bordes, por los huecos, por las filtraciones. Vive en las fugas. En la humedad que trepa los muros como una infancia no dicha. En el musgo que insiste entre los ladrillos como si la selva reclamara lo que le pertenece. Aquí, la arquitectura no construye: encubre. La ciudad no fue diseñada: fue suturada. Las avenidas son heridas cerradas con alambre. Las iglesias, silencios cimentados. Las plazas, escenas suspendidas en una época que ya no tiene lenguaje. Todo se sostiene por inercia. Todo es ruina anticipada.
El cuerpo también es ciudad. El cuerpo también se fragmenta. Mi piel es asfalto agrietado. Mis huesos, columnas sin cálculo estructural. Mis pensamientos, tráfico detenido. Hay días en que camino sin caminar. Otros en los que permanezco inmóvil y todo se mueve dentro de mí. He sentido el temblor antes de que llegue. He escuchado al viento romperse contra los muros como si llorara en un idioma que nadie quiere traducir. La ciudad me habita cuando dejo de buscarla. Cuando no la observo: cuando me dejo invadir.
No hay lenguaje para esto. Sólo imágenes rotas, frases inconclusas, ruidos que parecen oraciones abortadas. En la ciudad no se habla: se murmura. Las voces se filtran entre el bullicio como sueños que nadie recuerda. Hay hombres que caminan como si ya estuvieran muertos. Mujeres que cargan bolsas, hijos, recuerdos, deudas, como si fueran extensiones de una espalda que ya no les pertenece. Hay vendedores que ofrecen minutos de celular como quien entrega indulgencias. Hay una señora que le habla al viento y el viento le responde. Todo ocurre, pero nada sucede.
Y sin embargo, en medio del ruido, hay una música secreta. Un ritmo que no se escucha, pero se siente. El latido del semáforo, el jadeo de los buses, el eco de los pasos sobre los puentes metálicos. La ciudad compone una partitura que nadie escribió, pero todos ejecutan. Cada bocina es un acento. Cada frenazo, un corte. Cada respiración detenida en la fila del banco, un silencio dramático. La ciudad es un jazz sucio, torcido, una improvisación sin tema, una melodía que se desvía para no llegar.
A veces, al caer la tarde, todo parece suspenderse. La luz no ilumina: arde. Las sombras no cubren: acarician. La ciudad se vuelve blanda, como si por un instante dudara de su existencia. Y ahí, me reconozco. No en las avenidas, ni en las estaciones, ni en las tiendas que aún creen en el milagro del fiado. Me reconozco en lo que falta. En el muro sin grafiti. En la silla vacía de un parque que ya no espera a nadie. En la ausencia. En la grieta.
He sido habitante, transeúnte, espectro. He sido parte del tráfico, de la fila, del tropiezo, del bostezo. He sido el que espera sin saber qué. El que camina sin destino, pero con dirección. El que observa sin mirar. Yo no soy el que vive en la ciudad: soy el que la atraviesa sin saber si está dentro o fuera. Si la estoy soñando o si ella me está olvidando.
Y si un día la ciudad desaparece, no se llevará consigo sus edificios ni sus puentes ni sus nombres: se llevará sus olores, su ritmo, sus voces sin boca. Se llevará mi sombra. Se llevará este temblor que me acompaña desde que aprendí a perderme sin miedo. Porque todo lo que camina hacia afuera, es sólo un rodeo para regresar por dentro. Ahí donde ya no hay ciudad, ni yo. Sólo una vibración. Un eco. Un presentimiento.