Rituales del humo y el asfalto
Nací del estertor caliente de un bus mal apagado, no como quien viene al mundo, sino como quien se escurre de él: sin grito, sin registro, sin huella dactilar. Me expulsó la ciudad como escupe el cuerpo una bala, como un sistema inmunológico que rechaza al recién llegado. No fui parido, fui vomitado, fui eso que queda entre el semáforo intermitente y la sombra del indigente dormido, algo entre cartón mojado y suela desgastada, entre rumor y residuo, un bulto sin oración que la madrugada tolera porque no tiene fuerza para negarme. Desde ese instante supe que el humo no sube: se arrastra. Se desliza como una plegaria rota entre los dientes de los autos, como un idioma sin vocales, como un animal ciego que muerde sin saber a quién. Lo respiré como quien se deja poseer por una voz ajena, una lengua que no se pronuncia pero que ocupa todo el pecho. Lo primero que entró a mis pulmones no fue aire, fue el alfabeto negro de los motores, las partículas del desencanto, la letra minúscula de los que no figuran.
Y es que esta ciudad no se mira, se intuye por debajo, se mastica como un hueso sin carne. No tiene rostro: tiene ruido, tiene fugas, tiene esa manera tan suya de enroscarse en las costillas hasta hacerlas callejón. Caminarla no es desplazarse: es convertirse en sombra, en humo, en interferencia. Aprendí a ver con los pies, a leer con los zapatos: las grietas me hablaban, las manchas me guiaban, las colillas decían más que cualquier testimonio jurado. El asfalto es una piel reventada, un pergamino sucio donde las historias no se escriben sino que se pisotean. La calle no miente, no explica, no embellece. La calle ocurre. La ciudad es sucia no por desidia sino por exceso de realidad. Cada rincón una confesión sin cura. Cada semáforo un suspiro retenido. Cada esquina un punto ciego del lenguaje.
No tengo recuerdos, tengo residuos. No tengo infancia, tengo escapes. Nadie me enseñó a hablar, pero el humo me dictaba letanías sin sintaxis. Y caminé, caminé hasta disolverme, hasta fundirme con el paso y no con el destino. Porque aquí no se llega a ningún lugar: aquí se circula. La ciudad no promete, no espera, no salva. El ritual es ese: levantarse, caminar, caer, volverse a levantar con el mismo agujero en el alma y seguir andando como si no sangrara. La verdadera liturgia ocurre cuando nadie mira: entre la mirada muerta del vigilante y el bostezo de una prostituta que ya no distingue el martes del domingo. La oración se grita con los puños, se escribe en las paredes con aerosol y rabia, se predica en silencio con los dientes apretados mientras el bus se retrasa y el día se derrumba sin gloria.
Y el humo sigue ahí. No es niebla: es escritura. No es humo de escape: es aliento de espectros. La ciudad respira por heridas y el humo es su idioma secreto. Lo he visto envolver edificios, escurrirse por las rendijas de los sueños, bailar entre las antenas como un espíritu burlón. No se lo puede atrapar, no se lo puede entender: solo se lo habita. Es la voz de lo que no se dice, la presencia de lo que no se toca. A veces uno cree que está solo, pero entonces el humo te roza y sabes que hay algo más: algo que arde, que observa, que espera.
El asfalto, en cambio, no espera. El asfalto traga. Absorbe los pasos, los llantos, las carcajadas, los cadáveres. No distingue. Es una lengua muda que lo lame todo. Uno camina y cree avanzar, pero es el asfalto el que te lee, el que te memoriza, el que te archiva. He sentido su textura fundiéndose con mis pies. He dormido sobre su espalda caliente, he sangrado sobre su epidermis indolente, he escuchado cómo retumba bajo las ruedas la sinfonía del fracaso. El asfalto es altar, es tumba, es página negra. Allí fui todo lo que ya no soy: niño sin ternura, amante sin tregua, sombra sin reflejo.
No hay salida. No hay clímax. No hay redención. El ritual no tiene inicio ni fin: solo vueltas. Las calles son círculos torcidos, órbitas imperfectas donde el tiempo gotea sin forma. La ciudad gira como un vinilo rayado: siempre el mismo compás roto. Y uno, uno se convierte en música sin nota, en letra sin melodía, en latido de fondo que nadie oye pero que mantiene la maquinaria encendida. Todo aquí pulsa con un ritmo que no se baila, se resiste. Uno no vive en esta ciudad, uno se disuelve en ella. Y cuando al fin logras desaparecer, cuando ya no eres nombre ni cuerpo ni memoria, entonces entiendes: el humo eres tú. El asfalto te ha devorado.