Breve teoría del colapso


El colapso no empieza: se filtra. No como lluvia, sino como una humedad invisible que gangrena la estructura sin que el cemento se entere. Todo se mantiene de pie por costumbre, no por equilibrio. Hay una línea delgada —invisible, apenas audible— que separa el instante antes del colapso del colapso mismo, y esa línea ya se cruzó. Pero nadie lo admite. No por maldad, sino por miedo a quedarse sin relato. El mundo persiste como un teatro donde los actores han olvidado la obra y repiten sus movimientos por inercia, con una precisión espectral. No hay derrumbe, hay repetición. No hay caída, hay eco. El colapso no es un fin, es un temblor que se hace pasar por costumbre. Nadie lo ve, pero todos lo sienten: es la sensación de abrir una puerta y no saber si ya habías salido, de entrar en un ascensor y no recordar si ibas hacia arriba o hacia abajo, de mirar el rostro amado y notar, con horror sutil, que algo ha cambiado, algo no encaja, un gesto ha muerto sin avisar.

La estructura se mantiene, pero ha perdido su alma. El cuerpo sigue, pero el pulso ya no llega al extremo de los dedos. Lo que se colapsa no es el mundo: es su lenguaje. Una lengua que ya no significa, que habla sin decir, que gira en torno a sí como un perro que no encuentra su herida. La sintaxis se sostiene, pero ya no hay verbo. Y si lo hay, está hueco. Las palabras siguen ahí, pero nadie vive en ellas. Se han vuelto ruinas fonéticas, fósiles semánticos, cenizas ortográficas. El colapso es eso: cuando el lenguaje pierde su piel y sólo queda el sonido de lo que alguna vez fue una verdad. Entonces hablamos por reflejo, como un animal muerto que aún respira por espasmos. Decimos cosas, pero no sentimos. Nombramos, pero no vemos. Y lo peor: no duele. Es un colapso sin drama, sin tragedia. Un derrumbe suave, anestesiado, como una sonrisa que se congela en una fotografía donde ya nadie recuerda el nombre de los que posaban.

Hay algo insoportablemente limpio en el colapso. Como si el mundo, al romperse, revelara su geometría interior. No se trata de destrucción, sino de revelación: el hueso tras la piel, el engranaje detrás del gesto, la falla que daba sentido al sistema. El colapso muestra lo que estaba oculto por la apariencia de lo estable. Una grieta es más sincera que una pared intacta. Un error revela más que una fórmula perfecta. Lo que se quiebra no desaparece: se vuelve símbolo. Y los símbolos no se entienden, se respiran. Por eso el colapso es una forma de lucidez. Duele, sí, pero como duele la verdad cuando no puede decirse. Duele en la lengua, en el oído, en la manera en que el cuerpo responde a palabras que ya no tienen centro. Y uno sigue caminando. Sigue comprando cigarrillos, lavando platos, escribiendo poemas. Pero sabe, en lo profundo de la médula, que algo se ha corrido. Que el eje ya no está. Que el mundo gira, pero no sobre sí: gira sobre su ausencia.

Las imágenes han devorado a las cosas. Todo es visible, todo es exceso de forma. Y sin embargo, no vemos nada. La retina está saturada de signos que no remiten a nada, como un mapa que ya no corresponde a ningún territorio. Vemos para no sentir, observamos para no tocar. La mirada se ha vuelto un campo de exterminio. Allí mueren las texturas, las distancias, las profundidades. Todo es plano, todo es espectacular. La imagen ya no representa: impone. Y en ese imperio de lo visible, la experiencia se desvanece. Todo es inmediato, pero nada ocurre. La realidad se ha vuelto un fondo de pantalla. Y nosotros, espectadores que olvidaron parpadear, seguimos mirando mientras el mundo se apaga lentamente, como un televisor antiguo que aún sigue fallando cuando ya nadie lo mira. No se ha roto la realidad: se ha roto el deseo de habitarla.

La fe no ha muerto: ha mutado. Ya no es vertical, ni simbólica, ni mística. Es una fe horizontal, domesticada, cifrada en algoritmos, en transacciones, en gestos sin alma. Lo sagrado no se ha ido: ha sido trivializado. Se ha vuelto contenido. Antes se invocaba, ahora se comenta. El silencio ha sido reemplazado por el scroll infinito. Y en medio de ese ruido, hay una nostalgia que no se puede nombrar: una necesidad de abismo, una sed de misterio. Porque el colapso no es el fin de lo divino: es su regreso por vías impensadas. Una grieta en la pantalla, una imagen que se corrompe, una frase que aparece sin autor. Ahí, en lo que no se puede explicar, vibra lo sagrado. No como doctrina, sino como interrupción. Como error. Como fractura. Como belleza que no busca likes.

Hay una escena que ocurre cada noche: un hombre barre una esquina sin polvo, sin basura, sin suelo. Su escoba no roza el andén, flota. Él insiste. Nadie lo ve. No lo hace por higiene. Lo hace porque algo en su cuerpo necesita repetir ese gesto. Como si de ese movimiento dependiera la continuidad del tiempo. Como si detenerse implicara la muerte de una galaxia desconocida. Él no sabe por qué lo hace. Y sin embargo, lo hace. Porque así se sostiene el mundo: por acciones inútiles que evitan el colapso total. Por gestos secretos que no tienen historia ni nombre. Por una mano que roza una superficie sin tocarla. Por una palabra susurrada a un árbol. Por un cuerpo que respira cuando ya no queda aire.

El tiempo ha colapsado. No hay futuro. No hay pasado. Todo se amontona en el presente como un cuarto donde nadie ha hecho limpieza en siglos. Hay recuerdos que se sienten como premoniciones. Hay hechos que ocurren antes de haber sido imaginados. Todo se curva. La cronología es un mito. El reloj es una metáfora rota. Y en ese tiempo enfermo, el pensamiento se arrastra. Ya no hay dirección, sólo torsión. Ya no hay destino, sólo deriva. Y el cuerpo, desorientado, se convierte en brújula inútil. No sabe si huir o quedarse. No sabe si pensar o gemir. Sólo sabe que está. O que estuvo. O que algo lo arrastra. Como un animal dormido en el centro de un laberinto que respira.

La cultura ha sido saqueada. Ya no hay mito: hay mercancía. Ya no hay símbolo: hay etiqueta. Las palabras sagradas son ahora marcas. Los rituales se venden en cápsulas. La memoria se almacena en servidores que no conocen el olor del tiempo. Y sin embargo, hay una resistencia. Una estética de la ruina. Un gozo en la incompletitud. Una belleza que sólo emerge cuando todo ha caído. Porque el colapso no elimina: revela. Es ahí donde nace la escritura verdadera. En el derrumbe. En el polvo. En la ceniza. Escribir es eso: componer con lo que quedó. Con lo que resistió. Con lo que no se pudo traducir. La literatura no es un edificio: es un derrumbe habitado.

No hay cierre. Porque el colapso no concluye. No es una historia con final. Es una respiración. Un ritmo que continúa aun cuando ya no se oye. Como el temblor de una cuerda que fue tocada hace siglos. Como una oración escrita en una lengua que ya no existe. Como esta frase —que no termina.