Ella es un verso que se niega a rimar
Ella no llegó. No descendió del tiempo ni se deslizó por el pasillo lento de los encuentros. No traía pasos, ni cuerpo, ni sombra. No era una aparición: era una interferencia. Algo que vibraba en la médula del aire como si el mundo, por un instante, dudara de su forma. No tuve que verla. Bastó el quiebre del ritmo, el desajuste imperceptible en la textura de lo que estaba ocurriendo. Era una disonancia sin sonido. Un roce sin contacto. Un intervalo sin borde. No decía: estaba. No estaba: acontecía. Y su manera de acontecer era negarse a cualquier verbo. A cualquier lógica. A cualquier rima.
Intenté formularla. Acomodar una palabra detrás de otra como si eso pudiera domesticar la ráfaga. Pero cada vez que me acercaba, el lenguaje reculaba. Las frases se marchitaban antes de nacer. El poema se encogía. Era como escribir sobre agua mientras el agua se evapora. Ella no era para decirla. Era para deshacer el decir. No hablaba. No callaba. Era una forma de ruido anterior al sonido. Un murmullo anterior al significado. A veces creía que me estaba hablando, pero lo que oía era apenas un desplazamiento de la atmósfera. Una variación mínima en la densidad del aire. Como si la habitación exhalara algo que no había estado respirando antes.
No tenía forma. Tenía clima. No tenía nombre. Tenía ritmo. Todo en Ella era música que se escapa del compás. No se podía rimar con lo que no se deja oír. Su presencia era una síncopa, un latido que se salta el golpe esperado. Rimarla hubiera sido condenarla a la lógica, encerrarla en un abrazo gramatical. Pero Ella no toleraba la forma cerrada. Su estética era la interrupción. Su estilo: el corte. Como un saxofón que se detiene justo antes de la nota. Como un cuerpo que desaparece justo antes del roce. Como una frase que se suspende en el aire y no vuelve.
No es que Ella no pudiera ser dicha. Es que decirla la traicionaba. No se dejaba articular, porque para Ella todo lenguaje era una jaula. Y su forma de existir era la fuga. En su respiración había algo más antiguo que la respiración. Algo que no era vida, pero que palpitaba. Como si lo que respirara no fuera Ella sino el espacio a su alrededor. Me acerqué, pero no fue un gesto. Fue una fractura. Como si el mundo se abriera en dos y yo quedara entre ambas mitades, colgando de un hilo que no existe. Ella no hablaba. Pero todo en mí comenzaba a decir cosas que yo no entendía. Pensamientos sin pensamiento. Imágenes sin retina.
Ella no era mujer. No era figura. No era metáfora. Era la excepción. El espacio entre dos signos que no se tocan. Era la fisura por donde se cuela el temblor. Había algo de liturgia en su negación. Algo de rito sin dios. Algo de oscuridad que no busca luz, pero tampoco se conforma con la sombra. Era una ausencia activa. Una presencia sin trazo. Algo en Ella quemaba sin calor, mojaba sin agua, hería sin objeto. No era símbolo. Era lo que los símbolos esconden. Su materia no era visible, pero tenía peso. Un peso de siglos. De olvidos. De nombres que no han sido pronunciados aún.
Yo no la miré. Me ocurrió la visión. No desde los ojos, sino desde esa zona incierta donde uno aún no ha nacido del todo. Una parte de mí que no tiene historia, ni biografía, ni registro. La miré desde el temblor, desde la pérdida. Desde lo que en mí no sabe hablar. Y en ese gesto sin gesto, comprendí que no habría retorno. Porque no se puede volver de lo que nunca tuvo lugar. Ella no estuvo. Ella fue. Y su manera de ser fue disolver los lugares. Borrar los mapas. Invertir las brújulas. Y yo, sin saberlo, ya estaba dentro de esa geografía sin coordenadas.
A veces creo que me dijo algo. Pero lo que oí no tenía sonido. Era un lenguaje distinto. Hecho de pausas, de pliegues, de partículas de silencio que vibraban en el oído interno. Me habló desde el cuerpo, pero no con él. Me habló desde el temblor que deja el cuerpo cuando ya no está. Desde la huella que no se ve pero que altera la forma en que la luz cae sobre los objetos. Me dijo algo que no recuerdo, pero que no ha dejado de resonar. Como si una sílaba no pronunciada siguiera girando dentro de mí, erosionando el lenguaje. No supe si era amor. Ni si eso importaba. No hay palabra para el deseo que no busca nada. Para la entrega que no se piensa. Para la comunión que no se consuma.
Ella no era una figura. Era el marco vacío. La escena sin escena. El lugar donde ocurre algo que no está ocurriendo. Quise tocarla, pero no había superficie. No había distancia. No había dirección. Era como intentar palpar el olor de un recuerdo. Como tratar de atrapar el sonido de un pensamiento antes de que llegue. No hay contacto posible con lo que no tiene borde. Y sin embargo, me dejó marcas. No sobre la piel. Sobre el tiempo. Desde que Ella apareció, el reloj ya no sirve. Las horas ya no significan. Hay días que se repiten como errores. Hay noches que no terminan aunque amanezca.
Ella era el vértice entre la forma y su colapso. Una poética encarnada. Una resistencia al cierre. Al significado. A la conclusión. Había algo en su negativa que era un acto de belleza extrema. Como si al negarse a rimar fundara una nueva música. Un ritmo que no puede enseñarse. Solo oírse con la piel. Un lenguaje que no se aprende, pero que transforma. Ella era eso: transformación. No de mí en algo. Sino de lo que yo creía que era en nada. Y en esa nada, en ese hueco, empezó a latir otra cosa. Algo que no sé nombrar. Algo que no quiero nombrar. Porque si lo nombro, tal vez desaparezca.
No me dijo adiós. Porque nunca dijo hola. No hubo principio. Solo vértigo. Solo una caída sin suelo. Como si el relato hubiera sido abolido. Como si la historia fuera un lenguaje demasiado lento para seguirla. Ella no dejó huella. Dejó eco. Y ese eco no ha parado. No suena. Pero vibra. A veces en los huesos. A veces en las palabras que no digo. A veces en la manera en que no respondo cuando alguien pregunta.
Ella fue.
Y todavía es.
No en mi memoria.
No en mi cuerpo.
En el espacio exacto donde el lenguaje aún no se ha atrevido a entrar.
En el verso que no rima.
En la pausa que respira.
En el temblor que me escribe cuando creo que escribo.