Exhalo


Un animal sin sombra me desgarra la garganta y sale convertido en neblina. No es aire; es una sustancia lenta, densa, agria, que barniza la pared, lame la piel ajena, empaña los postes cuando la ciudad se acuesta. Cada amanecer me inventa una tráquea nueva; en ella se anudan ruidos, fibras, breves relámpagos. Ninguna palabra resiste ahí dentro: los vocablos crujen, se pulverizan, dejan una ceniza que intento pronunciar pero que, al rozar los dientes, se vuelve tufo amargo. La primera persona se fractura. Cada vez que balbuceo “yo”, una jauría de perros se escurre entre mis costillas y se dispersa por la avenida.

Mis huesos madrugan antes que yo: se deslizan hasta el baño y aguardan el cuerpo para reencarnar. En el espejo no veo reflejo sino residuos: un inventario de síntomas atados por un hilo de humo. Recito el saldo: veinte uñas que sueñan con desprenderse, un hígado que masculla blasfemias, un páncreas que tose luz rota. Soy enjambre, membrana perforada; exhalo y el enjambre es arrojado. A veces me reconozco en la vibración, nunca en la forma.

Salgo, y la calle —culpable de todo— respira a mi ritmo pero con más pudor: los semáforos pestañean en un código que desmiente el rojo, los peatones se deslizan con la dignidad de quien camina sobre cristales. Cada rostro —multitud infinita de un mismo gesto— se parece al mío hasta doler. Paso entre ellos como anzuelo oxidado en leche negra. Exhalo y la ciudad suda por las ventanas; los edificios huelen mi miedo y se despintan en silencio. Nada se sostiene por gravedad: todo cuelga de una fatiga antigua. El asfalto resbala, los postes gimen, las paredes rezuman sal.

En la cancha baldía de la memoria pasan cosas que no sé si viví o fabriqué: un niño dibuja rostros sin ojos en un cuarto de yeso amarillo; una mujer con cicatriz lunar pronuncia mi nombre como absolución anticipada; un bus silba desde una estación donde nunca estuve, oxidándose con gentileza. La memoria se comporta como resina: pega sus insectos en mis costillas, endurece, luego se parte. Exhalo para que no me incruste, pero vuelve con el descaro de la lluvia. Y vuelvo a respirarla.

Habité ciudades que se desmoronaban al compás de mis latidos: edificios que opinaban de nuestra ruina, escaleras que susurraban conspiraciones que nadie repetía sin perder cordura. Allí el silencio era denso, doloroso como recordar por error. Las ventanas fingían espejos y arrojaban de vuelta prostitutas de neón; los techos, al curvarse, parecían abrazarnos antes del derrumbe. Aprendí que el mutismo no es ausencia de ruido sino amontonamiento de respiraciones abortadas. Hay lugares donde el aliento se empantana y los pulmones mienten para sobrevivir. En uno de ellos fui grieta sin yeso, número de habitación, voz en la otra línea que nunca llegaba a decir adiós.

Exhalo lo que aún no ha sucedido, pero ya late: una piel subterránea acunada bajo esta piel que se descascara. Camino en contra de la corriente temporal, como quien deshilvana un telar para leer la trama en su reverso. Hallar allí la instrucción secreta que anule las punzadas. Sólo encuentro ruido, cascajo, luz azul que parpadea sin cuidado. El porvenir se acumula, no ocurre: bruma en una habitación sin puertas; tangible, espesa, pero nadie sabe entrar.

Un día —¿hoy, mañana?— vi mi rostro proyectado en una pantalla vacía; sin embargo no era yo: era un fantasma digital, una máscara de luz que recitaba mi nombre con saliva de circuito. Comprendí que somos recuerdo de un futuro inconcluso: calles por venir ya trazadas en la base de datos de un dios insomne; promesas de amor extraviándose en servidores que gimen detrás del crepitar del mundo. Exhalo y esa nube me archiva. Soy demo, copia transitoria, partitura incompleta en un pentagrama que arde.

Exhalo y el texto me excreta. No soy el que escribe: soy la fuga, la partícula que no encaja, un acento extraviado en la boca de nadie. Las letras se abren como vísceras sobre la mesa de acero: palpitan, sudan, ríen sin lengua. Me dejo diseccionar, me dejo decodificar, me dejo exhalar.