Impermanencia
Hay cosas que no llegan a ser, pero vibran. Como si el universo estuviera hecho más de intentos que de formas, más de oscilaciones que de materia. Todo se aproxima y se desvía. Un murmullo sin boca. Una respiración que no pertenece a nadie. Lo que vemos no está ahí: se asoma. Lo que tocamos se aleja apenas lo rozamos. Y aún así, seguimos nombrando. Como si poner una palabra sobre algo evitara su desaparición. Como si escribir fuera una forma de retener el vapor con las manos.
No es tristeza. Ni melancolía. Es otra cosa. Un temblor sin emoción. Una pérdida sin duelo. Hay una forma de belleza que no tiene cuerpo, pero sangra. La lluvia no cae: vacila. El viento no pasa: se curva. La imagen no representa: se fractura. Todo ocurre como un eco de sí mismo, como si cada cosa existiera dos veces: una al borde del mundo y otra al borde del lenguaje. A veces coinciden. La mayoría no.
Me recuerdo como si hubiera sido otro. Un cuerpo prestado. Una voz con otra sintaxis. No hay un yo: hay una fluctuación. Una máscara que no sabe que lo es. A veces digo “yo” y escucho a otro responder. A veces no hay respuesta. Entonces escribo. Pero también eso se fuga. La página no espera. El signo no fija. Las frases se deforman mientras las pienso. El lenguaje se comporta como un animal líquido: se desliza entre significados sin detenerse. Y sin embargo, insisto. Porque algo dentro tiembla con hambre de forma, aunque sepa que no la encontrará.
No hay relato. Hay escenas que se pudren antes de madurar. Un cuerpo bajo una lámpara de neón que chispea. Un espejo cubierto por una sábana húmeda. Un gesto suspendido entre dos parpadeos. Un recuerdo que no ocurrió. La escritura no dice. Invoca. Evoca. Borra. Cada palabra es una piedra lanzada al agua: se hunde dejando apenas una onda, un borde, un ritmo. Y ese ritmo es todo lo que tenemos. No hay sentido. Hay cadencia. Hay fractura. Hay un orden roto que insiste en parecerse a una danza.
La permanencia es una superstición. Incluso el mármol se desgasta. Incluso la idea de eternidad muere con cada pensamiento. Somos tránsito. Somos borde. Somos un aliento detenido en el instante anterior al desgarro. Y eso, que parece vacío, es también una forma de estar. No ser: estar. En gerundio fractal. En devenir sin mapa. En fuga.
A veces despierto sin nombre. Hay mañanas en las que el cuerpo no responde a su sombra. En que el espejo no refleja, sino recuerda. Entonces camino como si cada paso fuera el primero —y también el último—. No sé quién habita este cuerpo, pero camina. No sé qué ritmo lo impulsa, pero avanza. Tal vez no haya nadie dentro. Tal vez soy sólo una línea de escritura que ha olvidado al autor. O una frase que se escribe sola, sin necesidad de lector.
Hay una forma de silencio que no calla: respira. Se instala entre las palabras y las desactiva. Se esconde en la puntuación, en los pliegues del texto. A veces el lenguaje se cansa. No muere, pero se suspende. Como un puente en mitad del abismo. Como una puerta que da a otra puerta. Entonces ocurre algo: la página no dice, pero brilla. Como si el vacío tuviera textura. Como si la nada también supiera ser imagen.
Lo real no es un lugar. Es una falla. Un pliegue entre lo que creemos ver y lo que no sabremos nunca. Las cosas no son: se insinúan. Hay una epistemología del temblor, una ontología del desvío. No hay esencia, sólo versiones. Mutaciones. Duplicaciones fallidas. Y en esa falla, florece algo. Algo como un resplandor sin foco. Algo como una belleza que no necesita testigo.
El mundo se compone de restos. Fragmentos de cuerpos que ya no recuerdan su forma. Pedazos de tiempo que no encajan. Voces que no pertenecen a ninguna garganta. Incluso la memoria es una ruina activa: almacena lo que no fue. Sueños que no soñamos. Lenguajes sin gramática. Amores que nunca llegaron a tocarse. Y aún así, lloramos por ellos. Reímos también. El afecto no necesita prueba: sólo resonancia.
A veces escribo para no desaparecer del todo. Pero sé que también eso es un espejismo. La palabra no salva: diluye. Lo escrito se deshace apenas termina de nacer. Como una ola que nunca toca la orilla. Y sin embargo, algo arde. Algo persiste en el acto de decir, aunque lo dicho ya no exista. Tal vez esa sea la única forma de permanecer: deshaciéndose.
No busco un final. No espero cierre. Hay un placer en la suspensión, en el no-saber, en el borde. Es ahí donde ocurre lo real. No en la afirmación, sino en la fractura. No en la forma, sino en su disolución. El pensamiento no culmina: gira. La frase no concluye: se curva. Como ahora.
Una palabra,
antes de caer.