Metáforas para fumar en la azotea


Desde esta altura las cosas no piensan, no duelen, no esperan. Solo están. Como si el mundo hubiese olvidado qué hacer con ellas. Y uno, apoyado en el pretil corroído por lluvias sin fecha, fuma no por ansiedad ni por costumbre, sino porque no hay otro modo de estar sin pertenecer. Este lugar no es arriba, ni abajo: es lo que queda entre un gesto y su desaparición. La azotea no es un lugar: es un intervalo. Nada en ella sucede, pero todo vibra. La ropa colgada no es de nadie. Las antenas no apuntan a ningún cielo. El concreto huele a metal húmedo, y un gato ausente dejó sus huellas como señales hacia ninguna parte. Fumar aquí no es un acto: es una forma de suspensión. Una manera de no hundirse.

El humo no sube: se queda. Se curva. Se demora. Como si supiera algo que nosotros no. Uno aspira sin fe, y lo que entra no es aire, no es tabaco, no es materia: es ese otro aliento que no viene del cuerpo, sino de lo que se niega a ser nombrado. No hay intención. No hay emoción. No hay yo. Solo humo que se hace visible unos segundos antes de volverse parte de algo mayor. Cada bocanada es una figura sin definición: un intento de decir lo que no cabe en el lenguaje. Las brasas respiran por uno. La ceniza se acumula como el polvo de lo que nunca fue dicho. Y en esa combustión sin causa, el cigarro se convierte en objeto ritual, pero no sagrado: apenas útil para convocar la forma sin forma de lo real.

La ciudad abajo no respira. No es noche ni día: es un hueco de luces mal puestas, sonidos que llegan muertos, reflejos sin origen. Las casas no son arquitectura: son ideas cansadas. Desde aquí, todo parece haberse construido para olvidar algo. Lo que uno ve no es la ciudad: es el fracaso del mapa. Semáforos, balcones, techos, ventanas, andenes: líneas quebradas de un idioma que nadie aprendió a pronunciar. Y, sin embargo, uno mira. Y mirar, desde aquí, no es observar: es estar. Estar como los objetos: sin deseo, sin historia, sin intención de pertenecer. El cigarro sigue. Se consume con la dignidad callada de quien sabe que su fuego no salva, pero calienta un poco el abismo.

Algo parpadea. No en la calle. No en el cielo. En la periferia de la visión. Un cigarro encendido flota en el pretil de enfrente. No hay nadie. No hay movimiento. No hay figura. Solo la brasa, quieta, roja, suspendida en la noche como si fumara por sí misma. Uno no sabe si lo vio. O si lo necesitaba ver. Pero ahí queda: la certeza incierta de que hay otras presencias en esta altura, otras respiraciones sin cuerpo, otras versiones del silencio. No son fantasmas. No son recuerdos. Son restos de lo que no ocurrió, pero insiste. Y uno los respira. No como memoria, sino como interrupción.

El viento no decide. Sube y se repliega como un animal mudo. Acaricia el humo, lo deforma, lo intenta. Pero el humo no se deja. Tiene una voluntad más antigua que el aire. Una lógica que no busca forma, sino duración. El cigarro se encoge, sigue ardiendo. No pide atención. No exige interpretación. No significa. Está. Y eso basta. Fumar no es pensar. Es acompañar algo que no tiene nombre. Una brasa. Una nube. Una grieta. El humo, al salir, no comunica: disuelve. Lo que queda no es lo que se dijo, sino lo que ya no necesita ser dicho. Uno expulsa. Y lo que se va no es parte de uno. Es lo que nunca fue.

Un ave atraviesa la noche. No se ve. Pero deja una esquirla. Las luces del sur parpadean como si alguien las estuviera apagando lentamente. El gato de las huellas no aparece. La antena temblaba como si recordara haber sido árbol. El cigarro cae, por fin, al suelo. Pero no es final. No es cierre. Es apenas otro cambio de estado. La brasa continúa, respira sin oxígeno, se apaga como se apagan los pensamientos que nadie tuvo. Y la azotea, esa interzona donde la materia se detiene, vuelve a ser lo que era: un sitio sin escena, donde las cosas ocurren sin pasar.

Uno no baja. Tampoco se queda. Uno permanece. Como si el tiempo, por un instante, se hubiera cansado de avanzar. Y ese instante no se siente en el cuerpo. Ni en el alma. Ni en la conciencia. Se siente en el aire. En la forma en que nada se mueve. En la forma en que todo está a punto de cambiar, pero no cambia. El cigarro nuevo queda sobre el pretil. Encendido. Sin labios. Como si esperara a otro. O a nadie.

Nada se mueve.
Ni siquiera el humo.

Y eso fue suficiente.