La alienación no llega con sirenas ni dramatismos
Me despierta un sonido que no reconozco, pero que me habita. No es alarma ni música ni voz: es una frecuencia mínima, un temblor blanco que lo empapa todo sin llegar a mojar. Es como si el mundo comenzara a funcionar sin anunciarlo, sin necesidad de testigos. El café cae, pero no lo espero. Lo mastico en forma de vapor sin sed, sin deseo. No hay apetito, sólo consumo. El olor no me despierta: me indexa. El sol entra por las ranuras de la persiana como si quisiera disculparse por no arder. Es una luz deshidratada. No calienta, no cura, no revela: sólo existe para que no podamos decir que todo es sombra. Me levanto sin decidirlo, como si una versión más eficiente de mí ya hubiese resuelto la coreografía de esta mañana. Camino hacia el baño con los movimientos exactos que me permitirán parecer humano ante ningún testigo. Me miro, y no es que no me reconozca: es que ya no lo intento.
Hay un espejo, pero no refleja. Muestra. No soy reflejo: soy imagen. Y la imagen ya no necesita sostenerme. Tiene autonomía, tiene lenguaje propio, tiene mejores ideas. Me observa con la misma piedad con la que se observa una interfaz antigua, un ícono sin función. Me afeito porque mi piel lo sugiere, porque el protocolo lo dicta. No hay placer ni esfuerzo ni duda. Cada gesto es la reiteración de algo que ya fue grabado en un manual. Nada arde, nada tiembla. La espuma huele a neutralidad. El agua no refresca: limpia. El cuerpo no responde: obedece.
Hay una frase que se repite en mi cabeza como un mensaje que nunca envié: “algo se ha desincronizado”. No sé de dónde viene. Tal vez un sueño, una notificación fallida, un residuo de lo que fui cuando todavía me nombraba sin ironía. Algo se ha desincronizado. Lo repito mentalmente mientras mastico una tostada sin sabor. Todo ocurre como debería, pero fuera de mí. Soy parte del decorado. La habitación me contiene sin tocarme. Los objetos cumplen su función con más presencia que yo. No hay error, y sin embargo, algo no encaja. El cuchillo corta el pan sin sonido. La tostadora me observa con su ojo incandescente, como si supiera que aún no he terminado de caer.
Salgo a la calle. El mundo parece haber sido reiniciado durante la noche. Todo está igual, pero no es lo mismo. Los árboles, los autos, las personas: todo está calibrado. Las sonrisas son estándar, los pasos tienen la medida justa del apuro aceptable. La ciudad respira, sí, pero su respiración no es humana: es automática, higiénica, programada. Hay una paz inquietante en la normalidad. Una calma tan perfecta que sospecho su falsedad. Nadie grita. Nadie corre. Nadie pregunta. Cada rostro parece haber sido impreso en serie y coloreado con una paleta emocional limitada. La gente se desplaza como líneas de código en movimiento. No se cruzan: se ejecutan.
En el transporte público, todos están dentro de algo. Nadie está aquí. Se sumergen en pantallas con una devoción que no es religiosa, sino higiénica. El ruido es mínimo, el roce evitado, la mirada suprimida. La alienación no es soledad: es ocupación total. Cada segundo está colonizado. No hay espera, sólo carga de contenido. El tiempo ha dejado de ser duración: ahora es actualización. La realidad se comporta como una interfaz bien diseñada. Todo fluye. Todo responde. Y en esa perfección funcional, el yo comienza a evaporarse.
Siento que algo en mí se ha puesto en pausa. No me duele. No me asusta. Me organiza. Una parte de mí —no sabría decir cuál— ha dejado de participar. Veo mis manos como si fueran prótesis elegantes, bien cuidadas, precisas. Obedientes. Las uso para sostener el celular, deslizar el dedo, digitar palabras que no significan. Contesto mensajes con emojis que no comprendo, pero que me representan. Sonrío con mi avatar, lloro con gifs, abrazo con stickers. Es más que suficiente. Mis emociones han sido tercerizadas con éxito. Y el alma, si aún existe, ha aprendido a no interrumpir.
En el trabajo, los saludos son coreografías. Las palabras no son pensamientos, son permisos. Se habla sin decir. Se escucha sin oír. Las voces no comunican: sincronizan. Dicen “buenos días” como quien da una orden al sistema operativo. Las miradas no se encuentran: se esquivan con elegancia. La gente flota en sus roles con la perfección de una danza sin música. Todo está bien. Todo funciona. Nadie falta. Nadie estalla. Nadie duda. Todo es éxito, motivación, eficiencia. Nadie pregunta qué hemos perdido para lograr tanto.
En medio del día, sin motivo aparente, una grieta: escucho un olor. No una fragancia, no un aroma: un olor sonoro. Pan quemado. No hay pan, ni fuego, ni horno. Pero el recuerdo irrumpe con violencia: infancia, cocina, madre, un desayuno que nunca llegó. El sonido del pan quemado es brutal. Invisible, pero brutal. Me atraviesa. El sistema tartamudea por un segundo. Una lágrima amenaza con nacer, pero se detiene a mitad de camino, como si no recordara su función. Parpadeo. Vuelvo. El presente se reconfigura. Error resuelto. Continuar.
Llego a casa. Me recibe el mismo silencio funcional de siempre. La luz artificial lo baña todo con una claridad que desmiente su calidez. Me desnudo no por deseo, sino por sistema. El cuerpo no protesta: ya sabe lo que viene. Me acuesto. No para descansar, sino para suspender. La cama no acoge: archiva. El aire es perfecto. El ruido, mínimo. La temperatura, regulada. Y sin embargo, algo falta. Algo vibra con frecuencia errada. La frase regresa: algo se ha desincronizado. Esta vez no la pienso: me piensa.
Y entonces comprendo. La alienación no llega con sirenas ni dramatismos. No tiene banda sonora. No estalla, no irrumpe. No es fuego ni exilio ni protesta. Es un susurro que se instala. Es una repetición que deja de tener eco. Es una ausencia sin nombre, sin bandera, sin fecha. No es lo que nos quitan: es lo que olvidamos que teníamos. No es vacío: es plenitud impuesta. No es tristeza: es neutralidad total. Y no se nota porque funciona. Porque es suave. Porque es amable. Porque no duele. Sólo sustituye.
Y yo, mientras apago las luces, me doy cuenta de que ya no las apago. Ellas se apagan solas. Ya no sueño. Pero los sueños, también, se ejecutan por mí.