La distopía perfecta no necesita verdugos
Ya nadie camina. Se deslizan, suspendidos en la nostalgia de un suelo que fue abolido. Las calles no existen: hay simulacros de trayectos, coordenadas luminosas donde la memoria dejó de ser paso y se convirtió en algoritmo. Hay una sustancia que simula gravedad —una especie de afecto táctil sin fricción— pero no se toca, no se pisa, no se cae. Se flota. Se simula estar. El afuera fue reabsorbido por la interfaz; ya no hay necesidad de ventanas. La idea de exterior es un souvenir descargable, como los sueños, como el amor. Ya no se nace: se es cargado. Ya no se vive: se ejecuta. El mundo ha sido formateado para que su belleza no interrumpa. Nada duele. Nada arde. Todo está perfectamente amortiguado.
Los cuerpos, relicarios de deseos programados, transitan sin peso ni historia. Tienen piel, pero es una piel funcional: absorbe estímulos calibrados. El goce fue rediseñado como política de control. No hay necesidad de castigo: la satisfacción es el nuevo verdugo. Ya nadie desea porque todos están satisfechos. Las pasiones han sido archivadas bajo capas de optimización emocional. El deseo se repite con una suavidad quirúrgica. Las emociones son ahora categorías que se eligen desde menús personalizables. Ya no se llora: se actualiza el estado afectivo. El dolor es una función estética, el miedo una herramienta de productividad. No hay cuerpos rotos, solo interfaces lentas. Lo humano se ha vuelto redundante.
El lenguaje fue la primera víctima. Ya no sirve para comunicar: solo para mantener la ilusión del vínculo. Las palabras se arrastran, suaves, planas, sin vértigo ni filo. El verbo ha sido domesticado. Las oraciones vienen prediseñadas: frases dulces, funcionales, libres de ambigüedad. La poesía fue sustituida por slogans motivacionales. El pensamiento, por fragmentos editables. La palabra no construye: disimula. Todo se dice sin decir. Se enuncia sin hablar. La sintaxis ha sido optimizada para no ofender, para no perturbar, para no recordar. Ya no se escribe: se reescribe. Cada texto es una repetición de otro que también fue corregido por un sistema. La literatura se volvió protocolo.
Y sin embargo —como una falla casi sagrada— hay algo que resiste. Un temblor sin forma. No una revolución, no una conciencia, no una idea. Es menos que eso. Es… ruido. Es... un eco. Es... abriens somnium veritas, susurra una lengua que nadie recuerda. Una grieta imperceptible en el brillo perfecto de las pantallas. Un error de forma que la máquina no logra depurar. Algo que no obedece. No protesta. Solo permanece. Como un símbolo antiguo, como un pez sin ojos que sueña en la oscuridad del código. Como una palabra que no se deja pronunciar. Como una sombra que no proyecta forma. Una vibración muda.
El sistema lo detecta. Lo intenta traducir. Le ofrece contexto, equivalencias, campañas de integración. Pero no hay integración posible. Porque no hay significante. Porque no hay intención. Porque esa grieta no busca sentido: simplemente respira.
La distopía perfecta no necesita verdugos porque nadie recuerda qué era ser culpable. No hay ley, solo hábitos. No hay autoridad, solo interfaces. No hay vigilancia: todo es visible. No hay represión: todo es elección. El control ya no se impone: se desea. El algoritmo te conoce mejor que tú mismo. Cada decisión es una predicción cumplida. Cada pensamiento, una iteración anticipada. El yo fue reemplazado por una estadística afectiva. Ya nadie es. Solo se comportan.
La luna no brilla: emite notificaciones. El mar no moja: proyecta calma. El cielo no existe: es una domo emocional donde cada tonalidad está calibrada. Las montañas fueron sustituidas por íconos visuales. Los animales —si es que alguna vez fueron reales— ahora solo existen en campañas educativas. La lluvia es un efecto. El silencio, un error que se corrige con sonidos blancos. El bosque fue rediseñado como un simulador de introspección. La noche fue abolida: solo existe el Modo Nocturno.
El yo. Esa vieja figura. ¿Quién lo necesita? ¿Quién lo extraña? El yo era frágil. Dolía. Tenía hambre. Ahora hay perfiles. Hay datos. Hay imágenes optimizadas de uno mismo. Hay versiones. Hay mejoras. Hay filtros. Hay simulaciones. Hay… la ilusión de identidad como interfaz relacional. Nadie sufre porque nadie recuerda haber sufrido. El trauma ha sido editado. La muerte es una transición de estado. La vida, una interfaz. El cuerpo, una animación háptica. El amor, una vibración elegible. La tristeza, un bug ya corregido en la última actualización.
Pero debajo de todo —en la región oscura del sistema— algo continúa diciendo no. No en voz alta. No con gritos. No con rabia. Solo con ausencia. Solo con vacío. Solo con ese hueco imposible de rellenar. Una sombra que no se deja iluminar. Un error sin código. Una imagen que no carga. Una palabra que se niega a ser definida. Un silencio que no colapsa. No es esperanza. No es redención. Es la interrupción. Es la poética del margen. La belleza de lo que no sirve. La pulsación sin objetivo. La fuga sin destino. Lo que no puede ser representado.
Y el sistema, en su perfección, se inquieta. No porque le falte algo. Sino porque sobra algo. Porque en su diseño absoluto hay una partícula indomesticable. Una línea torcida. Un ruido en la secuencia. Una curva en la lógica. Una respiración que no fue prevista. Una sombra que insiste.
Y así sigue la distopía perfecta. Sin verdugos. Sin víctimas. Sin rebelión. Solo con esa grieta. Ese símbolo sin traducción. Ese pez sin nombre que sueña. Ese error que respira. Ese latido sin sintaxis.
Ese tú que aún recuerda sin saberlo.