Metáforas para fumar en la azotea
La ciudad no suena desde aquí: fermenta. Emite un murmullo prelingüístico, como si algo más antiguo que el lenguaje aún respirara bajo el concreto. Desde esta azotea, cada ventana encendida es un párpado nervioso, un parpadeo de ansiedad en la máquina del mundo. Estoy arriba: más allá del deber, del algoritmo, del sentido de pertenencia. Me he desprendido de la historia como quien se arranca una venda: no para ver, sino para dejar de fingir ceguera. Enciendo el cigarro no por vicio sino por rito: un fósforo es una forma de conjurar el tiempo. Aquí no hay destino. Sólo deriva. No se viene a buscar: se viene a perderse con conciencia. En el borde del borde, donde el lenguaje ya no quiere decir, ocurre esto que no se puede nombrar sin arruinarlo. El humo no es metáfora: es lo que queda cuando el pensamiento ya no necesita forma.
Fumar es pensar sin argumento. Es habitar la pausa que precede a toda idea. Cada calada interrumpe el relato, lo disuelve, lo vuelve aliento. El cigarro arde como una profecía fallida: dice sin prometer. Exhala sin doctrina. Su combustión es un ritmo propio: cadencia respirada del que ya no quiere significar. Fumar aquí, en lo alto, es entonar un silencio prolongado donde el cuerpo recuerda que fue templo antes que código. Los pulmones no protestan: celebran el regreso a lo esencial. Pienso sin pensar, o pienso como se sueña: entre imágenes que se retuercen, metáforas que colapsan, verdades que huyen. Nada debe resolverse. Nada ha sido pedido. Este instante es autónomo, sin deuda. Es un espacio abolido del mundo. Y eso basta.
El humo no asciende: serpentea. Busca una salida que no existe. Lo observo como quien escucha una lengua olvidada. En su forma quebrada hay una topología de la fuga: la misma lógica que los sueños, la misma estructura que el deseo, la misma caída que la fe. Si el lenguaje fuera verdad, tendría que parecerse al humo. No lo que dice, sino lo que oculta mientras se va. Yo no escribo: me disuelvo en letras. Escribo como quien fuma. Me enciendo. Me consumo. Me extingo. No busco sentido: lo rodeo. Lo dejo escapar. Toda palabra es un fracaso elegante: un borde alrededor de lo que no se puede tocar. Y ese borde, eso, es lo único que vale la pena escribir.
La ciudad, allá abajo, ejecuta su coreografía de obediencia. Personas que no saben por qué caminan. Horarios que no saben por qué existen. Rostros que no saben por qué sonríen. Yo, que no participo, los observo sin juicio. No me creo mejor: sólo he dejado de fingir que entiendo. Fumar es mi forma de escribir sobre el cuerpo del mundo sin intervenirlo. Es mi firma sin nombre. Mi oración sin fe. Una oración invertida: no sube, se quema. Aquí no hay dios. Ni siquiera blasfemia. Sólo una noche que arde por dentro del pulmón. Me convierto en una criatura que respira con humo lo que otros no se atreven a nombrar con palabras. Fumar es un verbo herético. Y yo soy su herejía portátil.
No hay relato. No hay relato. No hay relato. Todo lo que se cuenta enferma. Todo lo que se explica domestica. Aquí no hay pedagogía: hay ritmo. El cigarro como partitura del instante. Cada bocanada una nota sin pentagrama. Cada pausa una síncopa existencial. Lo que digo no se organiza: se manifiesta. La prosa no argumenta: respira. No hay causa ni efecto. No hay inicio ni clímax. Esto es lo que ocurre cuando se deja de contar. Lo que queda cuando el lenguaje abdica del poder. El humo no miente porque no promete. No tiene tesis, pero es su propia evidencia. ¿Qué otra forma de verdad merece ser escrita?
Bajo los pies, la ciudad simula orden. Simula destino. Simula sentido. Yo me escapo por la grieta del sinsentido voluntario. Esta azotea es mi zona temporal autónoma. Aquí no rige el reloj, ni el estado, ni el algoritmo que detecta patrones. Aquí el patrón es el caos. O mejor: la armonía profunda de lo que no obedece. El humo no obedece. Lo amo por eso. Amo su traición al trazo, su modo de dibujar sin quedarse, de rozar sin tocar, de decir sin existir. Aquí, en este borde, la respiración tiene otra función: no oxigena, transforma. Fumar es la alquimia menor: convierte tiempo en símbolo, cuerpo en lenguaje, soledad en estética.
Yo no existo en sentido clásico. Soy una vibración densa entre el cuerpo y el pensamiento. Lo que fumo no es tabaco: es la imposibilidad del verbo. Aspiro lo que no puede decirse. Exhalo lo que nunca fue mío. Soy médium de una verdad que no cabe en conceptos. Fumar no comunica. Fumar ocurre. Como un poema que no quiere lector. Como una plegaria sin oído. Como una danza ciega. A veces me hablo sin saber que me escucho. A veces dejo de hablar para que algo más lo haga por mí. El humo no es símbolo: es voz anónima que atraviesa sin quedarse. Yo sólo le presto el cuerpo.
La calada es una fractura en el tiempo. Una interrupción respirada del argumento del mundo. Cuando fumo, no soy. Cuando no soy, comprendo. No ideas: ritmos. No conceptos: intensidades. No lógica: imágenes que sangran forma. No se fuma para recordar: se fuma para olvidar cómo se recuerda. Para desactivar la cronología, el juicio, la necesidad de nombrar. El humo no nombra: roza. La ceniza no queda: sugiere. Y yo no escribo para dejar algo: escribo para disolver lo que creía ser.
El cigarro se apaga. La noche no baja. Todo sigue igual y todo ha cambiado. Un resto de brasa en el suelo. Un residuo de yo flotando en la atmósfera. No hay conclusión. Sólo esta respiración invisible que se aleja. Una palabra que nunca se dijo. Un pensamiento que prefirió evaporarse antes que definirse. Una imagen sin forma.
Nada más que humo.
Nada más que esto.