Segunda escena: Ella entra en la habitación


La habitación estaba antes que el tiempo. No se sabía si existía por sí misma o si era una persistencia de algo olvidado por los dioses, una grieta en el relato donde el mundo se detenía a mirar su sombra. Tenía ese olor antiguo que no proviene de los objetos sino del alma de los objetos: una mezcla de silencio húmedo, polvo sin historia y un perfume leve, apenas perceptible, que recordaba a un cuerpo dormido durante siglos. No había relojes, pero cada superficie era un compás secreto. El vidrio empañado no filtraba luz ni oscuridad, sólo una vibración detenida que parecía latir desde dentro. Las paredes no delimitaban el espacio: lo atrapaban, como si fueran membranas vivas. Nada era utilitario. La silla no invitaba a sentarse. La puerta no garantizaba salida. El espejo, encendido de ausencia, devolvía el contorno de un espectro que no se sabía si era recuerdo o posibilidad. Era un lugar que no admitía testigos, sólo cómplices. Una matriz densa donde el lenguaje aún no había coagulado en signos, donde el pensamiento se disolvía como una sal sin forma. La habitación no esperaba: acechaba. Y justo cuando el mundo interior alcanzaba su punto de saturación —ella.

No llegó: se manifestó. Su entrada no fue un gesto, fue una inversión de las leyes. Como si el espacio hubiera sido escrito de nuevo con otras palabras. No abrió la puerta: la puerta se desvaneció. No la miré: fui mirado desde dentro. No era figura, ni cuerpo, ni presencia reconocible. Era algo anterior a toda forma. Su estar trastocaba la temperatura de las cosas, el pulso de la materia, la memoria del aire. Era como si cada átomo se hubiera desplazado levemente para hacerle lugar. No caminaba, se derramaba. Y al pasar, dejaba un temblor que no se instalaba en los sentidos, sino más allá, en la zona ciega de la percepción, donde el lenguaje no alcanza y sólo queda ese resplandor negativo que quema sin luz. Cada cosa se desorganizó sin romperse: el vaso se volvió reliquia, la madera respiró como piel. Los colores, antes estáticos, se hicieron líquidos y comenzaron a deslizarse por las superficies. Lo real perdió su gramática. Su paso no era paso, era una interrupción en la continuidad de lo que era posible.

La habitación dejó de ser habitación. Fue otra cosa. Un pliegue interno, un cuerpo sin órgano, una geografía imaginaria hecha de suspiros y tensión contenida. Se contrajo hacia adentro, como si recordara su origen. No era ya un lugar: era una conciencia. Una criatura arquitectónica, sensible, herida por su sola existencia. Todo parecía latir, pero no con sangre, sino con símbolo. Las esquinas palpitaban. Las paredes susurraban formas de lo innombrable. La atmósfera estaba cargada de un espesor emocional sin sujeto. No había historia, pero sí un presentimiento de lo sagrado, como si en algún plano más allá de lo visible alguien estuviera encendiendo un fósforo en medio del alma. Ella no necesitaba hacer nada: su simple estar transformaba el espacio en umbral. Las cosas no eran vistas, sino reveladas. Ya no tenían función: eran presencias. Y su paso, lento e irrepetible, impregnaba cada rincón de un lenguaje que no se decía, pero que quemaba, como si cada objeto recordara de pronto que era algo más que objeto. La materia había sido tocada por lo indecible.

No hablaba. Pero su silencio era una música que descomponía los nombres. Cada palabra que se intentaba pensar para describirla era expulsada como un error. No porque no se pudiera decir: sino porque decirla la traicionaba. Ella era una forma de lo que no se puede traducir. No era lo otro, ni lo mismo, ni la síntesis de ninguna contradicción: era la contradicción en carne pura. No había metáfora que la contuviera sin corromperse. Todo intento de enunciación se disolvía en una oración rota, incompleta, escrita en un alfabeto extraviado. Su silencio era espeso, como si cada segundo se construyera con capas de siglos. La habitación no podía sostener su presencia sin temblar. Y yo —si aún era alguien— empezaba a desdibujarme en ese umbral. Mi voz se desfiguraba en mi cabeza. Mis pensamientos eran espejos quebrados, ecos de palabras que no eran mías. Ella no me hablaba, pero me transformaba. Cada poro, cada célula, cada rastro de identidad era reconfigurado. No por una intención, sino por un efecto.

No sé si aún era yo, o si era lo que quedaba cuando alguien había sido. Mi cuerpo no me respondía. Era como si me observara desde una distancia imposible. O como si la habitación hubiera comenzado a narrarme. No sabía si la presencia de ella me había creado, o si simplemente me había recordado que no existía. No había miedo, ni gozo, ni revelación. Sólo ese vacío pleno que a veces se alcanza en los sueños donde uno sabe que va a morir pero aún no lo sabe del todo. Estaba suspendido en esa sensación de caída sin descenso. Un vértigo inmóvil. Una certeza sin pensamiento. El lenguaje ya no era necesario, porque no había nadie para nombrar. El yo se había convertido en partitura para una música que sólo ella podía tocar. Yo era una cuerda vibrando en su sombra. Un eco sin voz. Una forma sin forma. Y sin embargo, todo eso era más yo que nunca.

Y entonces… no pasó nada. No hubo clímax. No hubo revelación. No hubo fuga. Ella permanecía. No hacía. No decía. No se iba. Y ese permanecer era el verdadero acontecimiento. No necesitaba cerrar la escena. No había escena. Había una vibración continua, un zumbido delicado en el fondo de lo real. Todo quedó suspendido. Como si el universo contuviera la respiración para no interrumpir lo que no estaba ocurriendo. El tiempo no terminó. El texto no concluyó. La habitación no volvió a ser. Ella estaba. Eso era todo. Y eso era más que suficiente.

El resto… lo sueña el que entra.