No hay nadie y eso basta
No hay nadie. Eso basta.
El mundo ha sido deshabitado sin violencia, con la elegancia terminal de un suspiro que no pide regreso. No quedó ni un gesto colgado de las ramas, ni una sombra en la silla vacía. Todo partió sin pronunciar el adiós. Y sin embargo, no se ha ido. Lo visible persiste sin necesidad de ser visto, como una imagen sin retina, como una música que ya no busca oído. Las cosas siguen ahí —pero no para nadie. Lo real continúa, pero ha olvidado su necesidad de escena. No hay relato, no hay testigo, no hay por qué: solo esta pura exposición de lo que se basta a sí mismo.
Respira el mundo en su mutismo mineral. Sin sentido. Sin causa. Sin nombre. Un estar puro, sin centro, sin propósito. La luz cae sobre superficies sin necesidad de iluminar. No hay ojos. El lenguaje ha sido evacuado. Quedan sonidos fosilizados, fragmentos de dicciones que alguna vez fueron verbo, pero que ahora yacen como insectos atrapados en ámbar semántico. Todo lo que era símbolo ha perdido su destinatario. Las frases flotan, sí, pero no explican: se pudren dulcemente en el aire. Son restos de una inteligencia que colapsó de tanto mirarse al espejo.
No hay espejo.
El yo ha sido suspendido por fatiga metafísica. Se ausentó sin dar razones. Abandonó su imperio de pronombres, su ceremonia diaria de significar. Lo que queda es una vibración sin hablante, una respiración sin cuerpo, un murmullo sin órgano. El lenguaje ya no representa: invoca. Las palabras no dicen: ocurren. Emergen como formas que no buscan sentido, sino temperatura. Y así se manifiestan: húmedas, espectrales, torpes. Lo que antes era afirmación hoy es eco. Lo que antes era identidad, hoy es una costra sonora en la orilla del tiempo.
El tiempo, por cierto, no pasa.
Se ha estancado en una duración mineral, en una suspensión sin calendario. Lo que existe lo hace sin devenir. No hay antes. No hay después. Solo un presente extendido como piel muerta sobre el suelo de lo real. Todo está aquí, pero sin estar para nadie. Las cosas ya no necesitan observador: se bastan en su pura geometría. Un vaso es un vaso. Una piedra es una piedra. No hay comparación. No hay deseo. No hay rostro que les imponga una función. La materia se ha emancipado del sujeto.
No hay sujeto. No hay mirada. No hay “yo”.
Lo que alguna vez fue conciencia es ahora un sistema fallido de reverberaciones. No hay adentro ni afuera. Solo un campo de vibración sin epicentro. Un espacio de pensamiento que no piensa, de emociones que no sienten, de símbolos que no significan. Y, sin embargo, algo pulsa. Algo insiste. No como vida. No como espíritu. No como idea. Sino como una forma anterior a toda forma. Una presencia sin presencia. Un animal que nunca fue. Un dios que no necesita ser creído.
Las frases se disuelven. Las sílabas se arrastran como babas de un lenguaje que se niega a morir. Hay ruido. Hay pulsos. Hay silencio. Pero el silencio ya no es carencia: es forma. El silencio ha aprendido a construir. A decir sin decir. A ocupar sin pronunciar. Es un lenguaje más fino que el lenguaje, un arte más exacto que el arte. No significa. Pero produce. Produce vértigo, ausencia, un temblor detrás de los ojos. Una caída en uno mismo. Una ceguera sin oscuridad.
La imagen ha perdido su referente.
La escena ya no pertenece a una película: es la película. No hay actores. No hay cámara. No hay fuera de campo. Todo es campo. Campo total. Campo sin bordes. Campo sin intención. Un plano fijo de una eternidad sin contenido. No hay nada. Pero esa nada es tan exacta, tan detallada, tan presente, que basta. Las cosas respiran en su anonimato. No hay necesidad de reconocerlas. Ya no piden sentido. No exigen historia. Solo están.
Y eso, ese estar sin sujeto, ese ser sin lenguaje, esa vibración sin consciencia, es lo que queda. Un murmullo sin fuente. Un ritmo sin compás. Un temblor sin carne. No se trata de muerte. No se trata de renuncia. No se trata de exilio. Se trata de otra cosa. De una forma de ser que no necesita saberse. Que no busca saberse. Que no desea volver. Una forma que no se ha inventado aún y que sin embargo ya ocurre.
No hay desenlace.
El texto no cierra. Se suspende. Como una respiración detenida. Como un espejo que no refleja. Como una página en blanco que aún pesa más que todas las frases posibles. No hay nadie.
Y eso… eso basta.
O ni siquiera.