Te soñé vestida de sal
Te soñé. No como un eco del recuerdo ni como una imagen que el tiempo desgasta. No eras pasado, ni forma del deseo. No fuiste idea ni historia: fuiste aparición. Emergiste sin causa ni relato, fuera de todo mapa narrativo, sin principio ni rostro, como si la sustancia misma del sueño hubiera recordado tu cuerpo antes de que yo existiera. Te soñé sin ojos, sin palabras, sin intención: flotabas sobre una escena que no tenía suelo, como una ofrenda olvidada por los dioses de la percepción. No había mar, pero olía a mar. No había sal, pero ardía la lengua. Tu presencia era un conjuro, una sombra mineral que respiraba al borde del lenguaje.
Tu cuerpo no caminaba: era el movimiento mismo. No avanzabas: disolvías el espacio. No eras tú la que se acercaba, era el mundo el que se replegaba ante tu paso. Vestida de sal. No como vestido. Como piel que ya no duele. Como costra que protege de lo que nunca ocurrió. No estabas desnuda: estabas cifrada. La sal era la escritura de tu silencio, y cada grano de ese polvo blanco era una palabra que el mundo aún no había aprendido a pronunciar. Te vestías con el residuo de lo no dicho, como si tu cuerpo fuera una frase que se negó a cerrar. Como si el deseo te hubiera tocado sin tocarte y luego se hubiera marchado, dejando solo esa escarcha invisible que duele cuando no hay viento.
No te hablé. El sueño no permite el verbo. Solo existía la respiración. El aire tenía sabor a sal vencida, y mi lengua reconocía en ti una geografía anterior al pensamiento. Tu espalda, ese mapa sin coordenadas, se curvaba con una lentitud que quebraba la lógica. No eras sensual: eras inevitable. No provocabas: ocurrías. No despertabas deseo: lo abolías. Te bastaba estar. Porque estabas fuera del tiempo. No nacida. No herida. No muerta. Solamente sal, memoria no dicha, herida sin grito, cuerpo sin historia.
Y comprendí —si se puede usar ese verbo en el sueño— que la sal no cubría tu cuerpo, lo reemplazaba. No eras una mujer: eras su forma ausente. El símbolo endurecido de lo que alguna vez quiso ser piel. Tu vestido no te ocultaba: te revelaba en otra lengua. Te vestías como se visten los símbolos: para que no puedan tocarte, para que solo puedan recordarte. No había erotismo: había rito. Un lenguaje sin sintaxis, un deseo sin carne. Una liturgia sin altar. La sal era la marca del fuego que no quema, del tacto que se queda sin haber llegado.
Me acerqué sin cuerpo. No caminé. Fue el pensamiento el que se despegó de mí y te siguió como una sombra que no sabe que es sombra. Me disolví en ti. No como entrega. Como interrupción. Como quien se detiene para ser otro. Tú no eras figura: eras clima. No eras objeto: eras atmósfera. Estar cerca de ti era perder los bordes, desdibujarme en un contorno que no acepta fronteras. No tenías nombre. No tenías pronombre. Eras la sal cuando deja de ser sustancia y se vuelve lenguaje. No podías ser dicha. Solo encarnada.
Todo se volvió blanco. No de luz. De residuo. Como si el sueño hubiese estallado en ceniza tibia. La escena se evaporaba. Tú te diluías. No en el aire, sino en mi percepción. No te ibas: te transformabas. Pasabas del cuerpo al símbolo. Del símbolo al eco. Del eco al silencio. Y en ese tránsito, entendí que no eras ella, ni tú, ni nadie. Eras lo que queda cuando el deseo se calla. La palabra que el lenguaje no puede pronunciar sin romperse. La imagen que no puede recordarse sin inventarse de nuevo.
Desperté sin ruido. La habitación era un cuenco vacío donde la sal aún respiraba. En la lengua: ese sabor seco, persistente, que no se va con agua. En el pecho: una pulsación que no era del corazón. Como si el cuerpo hubiese sido tocado por algo que no tocó, pero que se instaló en él con la fuerza de lo que no puede olvidarse. No dije tu nombre. No lo sabía. No quise buscarlo. Solo repetí, no con la voz, sino con la memoria de la piel, esa frase que no me pertenece, que nunca dije y que sin embargo me habita:
te soñé vestida de sal.