Abrazar el absurdo
El universo no nació. Se desbordó como una grieta que olvida que es grieta, como un tambor golpeado por un dios ebrio que no sabía distinguir entre creación y accidente. No hubo explosión, ni génesis, ni palabra inaugural: solo una expansión sin voluntad que empujó lo invisible hasta hacerlo estallar en forma. Y en ese primer bostezo sin boca, en ese descuido inaugural de lo que no quería ser nada, se originó lo que ahora llamamos todo. Porque nadie quiso que existiera la luz: fue la oscuridad la que se cansó de sí misma. El absurdo no fue un error de cálculo: fue la fórmula secreta que nunca se escribió. No hay sentido escondido, ni secreto divino, ni reloj oculto marcando el ritmo. El cosmos no obedece: improvisa. Y lo hace que lo confundimos con orden.
El tiempo no transcurre: se marea. Camina en círculos como un perro que olfatea su sombra. A veces parece avanzar, otras veces retrocede como si olvidara algo, como si quisiera recoger una lágrima que dejó caer por descuido. Pero nunca encuentra nada. Porque en realidad no hay nada que buscar. Lo que llamamos futuro es apenas un eco filtrado por la ansiedad, y lo que llamamos pasado es una historia mal contada por testigos dormidos. Las fechas no significan: se acumulan. Como polvo sobre los muebles de una casa que ya no recuerda quién la habitó. La historia del mundo es una biblia sin dios escrita con tinta que se evapora. Cada imperio es un espejo roto que se mira a sí mismo mientras sangra monumentos. El progreso es una caminadora estática en la que todos corren con corbata. Y el presente… el presente es una broma que nadie se atreve a explicar.
Las ciudades no existen: son alucinaciones colectivas mantenidas por miedo. Se repiten como rezos, se construyen sobre cadáveres de otras ciudades que también creyeron ser eternas. Las banderas ondean porque están vacías. Las leyes se repiten porque nadie las escucha. Las revoluciones fracasan porque quieren tener sentido. Los gobiernos no gobiernan: administran el pánico. Todo gesto civilizatorio es una forma decorosa de la derrota. No hay evolución, hay mutación sin brújula. Los edificios se erigen como testigos de una arquitectura que ya no cree en la belleza. Y sin embargo… algo respira. En una pared cubierta de moho, en una anciana que alimenta gatos invisibles, en un niño que escribe su nombre en el polvo de un parabrisas. No es esperanza: es resistencia sin plan.
Una escena se repite cada día. Nadie la nota. En una esquina donde el sol nunca da de lleno, hay un hombre que barre el viento. No hay hojas, ni basura. Solo el viento. Cada mañana, cada tarde. Su escoba está rota, pero sigue barriendo. Con paciencia de santo o de loco. Nadie lo detiene. Nadie le pregunta. Es parte del paisaje como el aullido de los transformadores o el ladrido lejano de un perro sin amo. Él no busca sentido. Solo ejecuta su coreografía absurda con una devoción que ya no sabe nombrarse.
El amor tampoco explica nada. Es un pacto entre dos soledades que se reconocen como impostoras. Nadie ama de verdad: todos se hipnotizan mutuamente para no colapsar al mismo tiempo. Hay una belleza ahí, sí, pero también una trampa. El otro siempre es espejo, pero con el vidrio manchado. Se besan para no gritar. Se abrazan para no pensar. Se prometen para no dormirse. Y en ese simulacro brillante, nace algo que no es verdad, pero tampoco es mentira. Es un intermedio. Un descanso de la nada. Y por eso duele cuando termina: porque nos recuerda que el abismo no fue vencido, solo cubierto con una sábana tibia durante un tiempo.
La mente es un laberinto sin entrada. Ni salida. Un circuito que gira sobre sí mismo como un molino que no muele nada, pero no deja de girar. Pensar es un ruido decorativo, un mecanismo para evitar el vértigo de mirar el fondo. El símbolo ya no representa. Las ideas se suicidan apenas nacen. Los sueños no significan: son meteoros que cruzan el cielo mental sin dejar constancia. Soñamos. Como quien lanza botellas al mar en una tormenta sin costa. Como quien escribe nombres en el agua. Como quien enciende una vela en pleno mediodía, por si acaso. Porque incluso en la más absoluta ausencia de razón, hay gestos que se repiten con una fidelidad absurda. Como si el alma —si aún existe— no supiera hacer otra cosa que persistir.
A veces, sin aviso, el absurdo se condensa. Se presenta como una epifanía sin mensaje. En una taza que se cae sola. En un pájaro muerto al pie de una escalera mecánica. En una canción que suena en la radio justo cuando pensabas que todo estaba perdido. En esos momentos, no se entiende nada. Pero se siente. Como una vibración sin idioma, como un escalofrío sin origen, como una lágrima que no es tristeza, pero tampoco alivio. Y ahi es donde uno comprende que no hay que comprender. Que no hay salida, pero tampoco hay encierro. Que no hay sentido, pero sí presencia.
Entonces no queda más que rendirse. No como derrota, sino como quien acepta bailar aunque no haya música. Abrazar el absurdo es dejar de esperar instrucciones. Es caminar con los ojos cerrados, sabiendo que no hay destino, pero hay camino. Es besar sin promesa, pensar sin conclusión, vivir sin garantía. Es habitar el mundo como un poema que no rima, pero vibra. Como un fuego que no calienta, pero ilumina. Como una herida que no duele, pero brilla.
Y cuando uno logra eso —cuando uno deja de preguntar por qué—, el silencio se vuelve amable. Ya no pide respuestas. Solo compañía.