Penetrar la calma


Caíste sin notarlo. No hubo ruido. Solo una leve variación en la temperatura del aire, como si alguien hubiera retirado la respiración del mundo por un instante. La calma no llega: te deshace en su borde. Uno no entra en ella. Ella entra en ti, como un gas sin olor, como un sonido sin frecuencia, como una luz sin fuente. Penetrarla no es acto ni voluntad: es una interrupción. Todo gesto se adormece en la orilla de sí. Ya no estás en el tiempo que avanza, sino en el que orbita. No hay antes ni después, ni distancia entre las cosas. Solo materia leve, suspendida en una vibración que no busca destino. El lenguaje no sabe estar aquí. Aquí se calla. Aquí se hunde. Aquí no explica. Aquí —simplemente— ocurre.

Nada indica dirección. El suelo no es firme ni flota. Caminas —si a eso se le puede llamar caminar— como si cada paso borrara el anterior. Hay paredes, pero no límites. Hay luz, pero sin origen. Todo parece existir sin necesidad de ti. Como si el mundo hubiera seguido sin tu historia. Hay un ritmo, sí. Pero no lo marca el reloj ni el pulso: lo marca la suspensión. La duración sin contorno. El tiempo se comporta como una especie de animal ciego que se enrosca en los objetos. Todo respira. Pero no desde los pulmones. Desde adentro. Desde una especie de fondo sin superficie. La calma no es el resultado de la quietud, sino su inicio. Una decisión del mundo de no moverse más. Y sin embargo, lo sientes latir. Lento. En espiral. Inmóvil.

Hay algo sonando detrás del silencio. No lo oyes con el oído, sino con la nuca. Una especie de mantra antiguo, como si el universo recordara algo que tú aún no has vivido. Esa vibración no se puede nombrar. Solo se deja invadir por ella. Cada objeto vibra con su nota. Cada sombra con su frecuencia. Y tú, sin saberlo, te vas afinando a esa música sin compás. El mundo entero parece detenido, pero si prestas atención, verás que todo se mueve con una lentitud tan honda que da miedo. Nada busca. Nada huye. Todo ocurre desde dentro. No hay meta. No hay argumento. Lo que sucede aquí es un estado, no una acción. Un intervalo donde la materia se escucha a sí misma. Donde tú eres apenas una cuerda más en la partitura de lo real.

Aquí no hay memoria. Hay capas. No de historia, sino de densidad. Cada cosa no pasa: se acumula. Como si el tiempo cayera en sí mismo, piedra sobre piedra. No hay pensamiento. Solo presión. No hay superficie a la que volver. Solo descenso. Una lentitud que no avanza, que no espera, que no olvida porque nunca supo. Aquí, el tiempo no fluye: se pliega. Cada instante, una era que nunca se termina. Nada se mueve. Pero todo cede. Como si habitaras en el sueño mineral de algo que aún no ha nacido. Lo que sientes no es tuyo. Es una persistencia sin sujeto. Una gravedad que no pregunta. No se dirige. No respira. Solo permanece. Como el núcleo ciego de una montaña. Como el silencio que sostiene al magma. Como lo que ya era, cuando todavía nada había sido.

Dibuja formas que no existen. No son visibles. No son táctiles. Pero las sientes. Como si el espacio se plegara sobre sí. Como si el aire adquiriera peso. Como si el vacío se organizara. No hay objetos. Hay intensidades. Una mesa es solo una gravedad en forma de plano. Una silla, un hueco en el aire. Un vaso, un cilindro lleno de espera. Todo deja de ser función. Todo se convierte en presencia. No hay lugar para la utilidad aquí. Solo para la aparición. Las cosas no sirven. Se revelan. Y tú, sin quererlo, dejas de usarlas. Las observas como quien ve por primera vez. Como quien ha perdido la memoria funcional del mundo. Y en ese olvido… aparece algo parecido a la verdad.

No llega como final. Llega como desaparición sin aviso. No hay drama. No hay caída. Solo una especie de borramiento progresivo. Una fuga del yo que no deja rastros. Sigues ahí, pero nadie te sostiene. Ni tu imagen. Ni tus recuerdos. Ni siquiera el deseo. Hay una taza en la mesa. Está vacía. No sabes si alguien la bebió. O si la taza siempre estuvo esperando no ser usada. El tiempo no ha pasado, pero ya no estás en el mismo sitio. Algo en ti ya se fue. Y lo que queda no es ausencia. Es otra forma de estar. Más leve. Más exacta. Más real. Como si por fin pudieras habitarte sin nombre, sin historia, sin función.

Hay fracturas. No son visibles, pero se sienten. Como si la realidad tuviera costuras mal cerradas. A veces, mientras respiras, algo se cuela. Un reflejo que no corresponde a ninguna luz. Un eco que no proviene de ningún sonido. Un pensamiento que no es tuyo, pero te atraviesa. Es la calma filtrando lo otro. Lo que no se ve. Lo que no se piensa. Lo que no se dice. Y tú lo sabes. Lo sientes. Como una ola de algo anterior al mundo. Algo que estuvo antes de ti, antes del lenguaje, antes del cuerpo. Y que ahora, por un error en la textura del tiempo, ha vuelto.

No hay técnica. No hay método. No hay instrucción. Solo esto: ceder. Dejar que el mundo te deshaga sin violencia. Soltar los nombres. Apagar las categorías. Derribar las estructuras. Vaciar el cuerpo hasta que quede solo respiración. No se trata de encontrar la calma. Se trata de perder todo lo que la impide. No se trata de alcanzar. Se trata de no sostener más. Dejarse llevar hasta el borde donde lo humano se vuelve sombra. Y la sombra se vuelve silencio. Y el silencio se vuelve origen. Y el origen… se disuelve también.