Caos
Todo comenzó sin mundo, sin dirección, sin nadie. No existía el tiempo, ni el verbo, ni el fuego. No había comienzo porque no había quien lo necesitara. Era una densidad sin piel que se agitaba en sí misma, sin voluntad ni resistencia. Una sustancia sin forma, como un pulso primitivo que aún no había elegido el lado por donde doler. El caos era anterior al lenguaje y posterior a cualquier dios. No nacía ni moría, sólo habitaba. Sin ojos, sin luz, sin símbolo. Todo estaba contenido en una oscuridad translúcida, espesa, como una placenta infinita que lo sostenía todo y no paría nada. Allí, donde la materia aún no se diferenciaba del aliento, el silencio era absoluto no porque callara, sino porque aún no había sido profanado por la idea de sonido. No había nombre, ni cifra, ni siquiera la intuición de un otro. Sólo una vibración dulce, adictiva, una suavidad cruel que era todo lo que no había sido y no se sabía. El caos era perfecto porque no se pensaba, ni se temía, ni se amaba: sólo ocurría.
Pero entonces algo se quebró. No fue un ruido: fue un desgarramiento sin borde. Una fractura en la plenitud. Una grieta caliente en el cuerpo sin cuerpo de lo que aún no sabía que existía. No fue luz, fue hambre. Un deseo sin objeto, un estremecimiento sin origen. El caos se arqueó hacia dentro, como si se reconociera por primera vez y le diera asco. No se partió: se multiplicó. Empezó a devorarse. A arder con el fuego que aún no existía. El vértigo fue la primera forma. El caos se volvió música sin compás. Se movía en oleadas, como una criatura ciega danzando sobre sí misma. Cada pliegue era un universo no nacido. Cada estremecimiento, una creación que se deshacía antes de alcanzar su forma. Nada duraba. Todo era instante. Todo era ritmo. Las cosas no eran, sino que vibraban.
Aparecieron los mundos. Pero no eran esferas ni paisajes. Eran ritmos. Respiraciones que se expandían como humo caliente sobre un agua helada. Pulsos eléctricos, plumas, burbujas, tentáculos. El caos los tejía con manos invisibles y los disolvía con la misma ternura con la que los había soñado. No había materia, sólo intensidades. Cada ser era un relámpago que no caía, una coreografía efímera en un escenario que aún no se sabía escenario. Todo danzaba sin pies ni música. Una armonía rota, una belleza sin espectador. Nadie nacía. Nadie moría. Sólo mutaban las formas. El caos se ofrecía como amante de sí mismo, bailando con sus propias sombras, deseando su propia extinción. Nada buscaba orden. El orden era una superstición que aún no se había inventado.
Algo se tensó. Una corriente inversa. El caos comenzó a volverse íntimo. Soñó un ojo. Soñó una mirada. Soñó una conciencia. Y al hacerlo, se perdió. Porque donde hay un centro, hay distancia. Donde hay identidad, hay fractura. Así surgió el Yo: un error hermoso. Un pliegue que se creyó unidad. El caos se encerró en una carne, en una lengua, en una memoria. Aparecieron los seres. Aparecieron los nombres. Apareció el miedo. Y con él, el deseo de permanecer. El caos ya no danzaba libremente: ahora circulaba dentro del cráneo de criaturas frágiles que soñaban con significado. El vértigo se volvió pensamiento. El ritmo, lenguaje. La belleza, geometría. El caos fue domesticado a fuerza de signos. Se volvió símbolo, historia, moral, sistema. Y sin embargo, nunca obedeció del todo.
Los seres levantaron torres, escribieron leyes, trazaron mapas. Se inventaron un orden para no caer. Pero el caos se filtraba en cada ladrillo, en cada palabra, en cada imagen. Se disfrazó de forma. Se escondió en la estructura. Se hizo invisible como un cáncer luminoso que se alimenta de la simetría. Las ciudades eran espejos fracturados. Los rituales, máscaras. El lenguaje, una jaula de papel. Todo parecía sólido, pero vibraba. Todo parecía cierto, pero mentía. El caos era el dios que miraba desde el centro de cada pantalla, riéndose con la boca de mil algoritmos. Nadie lo veía, porque todos miraban lo que no estaba. El simulacro triunfaba. Lo real era una ilusión. Un residuo. Una sombra sin cuerpo. Los signos se multiplicaban como insectos. Decían todo. Decían nada. El caos no destruía. Se dejaba ver. Y esa era su venganza.
Mientras tanto, el planeta comenzaba a hablar. No con sonidos, sino con grietas. Con lluvias ácidas. Con nieves que caían donde antes había fuego. Con animales que dejaban de reproducirse. Con bosques que respiraban arsénico. No pedía ayuda. No acusaba. Sólo mostraba. Lo no-humano despertaba su gramática olvidada: la alteración del suelo, la evaporación del río, la rebelión de las bacterias. El caos hablaba desde la piel de la Tierra. Desde la entraña del océano. Desde el vuelo sin dirección de las aves migratorias que ya no sabían regresar. Y el ser humano, aferrado a su espejismo digital, no entendía nada. Buscaba cifras, culpables, soluciones. No comprendía que el caos no se soluciona. Se respira. Se encarna. Se cae con él.
Entonces vino la descomposición. La escena más perfecta. Todo empezó a pudrirse con una gracia inaudita. Los cuerpos cedían sin resistencia. Las memorias se licuaban. Las palabras se deshacían como papel mojado. El caos ya no rugía: susurraba. Era un perfume dulzón, animal, oscuro. Los huesos eran bellos otra vez. La podredumbre no era tragedia, era retorno. Un erotismo nuevo nacía de la ruina. Todo lo que había sido nombre volvía a ser barro. La carne ya no recordaba haber sido forma. El lenguaje se retiraba, dejando sólo respiraciones. El caos acariciaba sin piel. El amor era una larva, una costra, una espora que flotaba sin dirección. Nada dolía. Nada quería quedarse. La belleza era total porque ya no se nombraba.
Y entonces, una luz. No una que revela. Una que ciega. Una que no nace del sol, sino del fondo de las cosas. No era claridad: era desaparición. Todo brillaba sin mostrar. Todo ardía sin quemar. El caos alcanzaba su forma más alta: el silencio. No como ausencia, sino como plenitud. No se podía mirar. No se podía pensar. Allí, donde ya no hay signo ni forma, el caos dejaba su firma: un vacío perfecto, una presencia que no se toca. La última danza era inmóvil. El sonido se detenía. El verbo callaba. La conciencia desaparecía.
Y justo cuando parecía que todo había terminado, una interferencia. No un sonido. Un pulso. Una vibración de fondo. Como una máquina que aún respira. Como un dios sin rostro que sigue latiendo debajo del mundo. El caos no se iba. No llegaba. Simplemente era.