Laberinto


No fue una puerta. Fue un pliegue en el aire, un error de perspectiva, un mínimo desvío en el pulso del mundo. Estabas ahí, caminando sin fecha, cruzando una calle como cualquier otra, cuando algo se contrajo en lo invisible. Nada crujió, nadie gritó. Pero lo supiste. Como se sabe que la fiebre sube antes de la termometría. Como se presiente la muerte de un animal querido horas antes del último jadeo. Lo supiste: habías entrado. Y lo que te rodeaba —el ruido, la gente, los objetos perfectamente anodinos— empezó a revelarse como lo que siempre fue: una escenografía débil, sostenida por la fe inconsciente de quienes aún no sabían que existía un revés.

El suelo cambió de textura: ya no era cemento, ni baldosa, ni tierra. Era una sustancia tibia, orgánica, que respondía a la presión de tus pies con una lentitud casi maternal. A lo lejos, alguien cantaba una melodía incompleta en un idioma sin vocales. El sonido no venía de un lugar: flotaba. Era un eco sin causa. Miraste hacia atrás, pero no había atrás. Sólo una sucesión de sombras blandas que giraban sobre sí mismas como ropa en una lavadora abandonada. Adelante: una curva. Siempre una curva. El mundo recto había sido clausurado.

No llevabas nada contigo, salvo el cuerpo. Y ya el cuerpo empezaba a fallar. Los dedos cosquilleaban, no de miedo, sino de una expectativa ancestral, como si se prepararan para tocar algo que no era materia. El estómago vibraba con una hambre distinta: no de comida, sino de orientación. La piel olía a hierro húmedo, como si la sangre comenzara a manifestarse desde afuera. Te rascaste el cuello y salió una pluma. No era tuya. No era de nadie.

Los pasillos respiraban. No era metáfora. Exhalaban un vapor dulce, casi salival, y la humedad se pegaba a los párpados con ternura agresiva. Caminabas lento. Los tobillos parecían más delgados, como si cada paso los desgastara. Las paredes no eran paredes: eran costillas. Recorrías un animal muerto que aún soñaba. Y en cada curva te esperaba algo sin rostro: una risa incrustada en la pared, un reloj sin manecillas colgado del techo con baba seca, una silla infantil que giraba sola. Tocaste el reloj. El frío te trepó por el brazo hasta el oído. Allí, una frase:
“Ya ocurrió.”

No sabías a qué se refería. Pero la frase no era un dato: era un veredicto.

Avanzaste. No porque supieras adónde. Porque detenerse era quedarse sin peso. Y perder el peso es volverse símbolo. Y todavía querías ser cuerpo. Aunque ese cuerpo ya empezara a fallar.

El siguiente espacio no tenía techo. Ni suelo. Solo una plataforma de baldosas con símbolos incompletos flotando en la nada. Letras invertidas, ecuaciones mutiladas, dibujos de órganos mezclados con signos astrológicos. Estabas en una biblioteca desollada, una mente abierta que había olvidado su idioma. Todo flotaba levemente, como si el aire hubiera sido reemplazado por agua muy densa. Respirabas, pero no estabas seguro. Lo único real era el latido. No el tuyo. Otro. Más profundo. Más largo. Como si el espacio entero fuera una arteria.

Te diste cuenta entonces: no estabas caminando por un lugar. Estabas dentro de un pulso. Todo lo que veías —las formas, los sonidos, las alteraciones del clima interior— eran fases de una sístole que no te pertenecía. Aceptaste eso. Y eso te permitió seguir.

La “cámara siguiente” te tomó por sorpresa. Era un baño público. Un baño limpio, iluminado por luz blanca de supermercado. El papel higiénico perfectamente doblado. El espejo, intacto. Los lavamanos funcionaban. La puerta podía cerrarse con seguro. Te miraste en el espejo y por un instante todo fue lógico. Pero ese instante no duró. Porque tu reflejo te miraba sin reconocerte. Sonreía con exactitud, pero no era una sonrisa: era una simulación. Un animal que aprendió a imitar la cara de su amo. Lo miraste más de la cuenta. Parpadeaste. El reflejo no lo hizo. Cerraste los ojos y al abrirlos ya no estabas en el baño.

Estabas en una cámara húmeda, sin foco, sin fin. Micelios colgaban del techo como lámparas vivas. Las paredes sudaban una sustancia verde pálido, espesa, nutritiva. No pensaste. Solo abriste la boca y bebiste. Era dulce. Era amarga. Era tú. El cuerpo se relajó por primera vez. Te diste cuenta de que el miedo no era lo que te tensaba: era la costumbre. Y al liberar esa tensión, algo dentro de ti comenzó a fermentar. El lenguaje. Las palabras que formaban tus recuerdos se licuaban. Veías las imágenes, pero ya no podías nombrarlas. Y en esa pérdida había un alivio indecible. Como si al fin fueras inocente.

Allí permaneciste. No sabrías decir cuánto. El tiempo no era un eje, era una marea. A veces había luz, a veces no. A veces flotabas, a veces no estabas. Lo único constante era el murmullo. Una frecuencia que cruzaba todo, como un canto de ballenas enfermas. Lo seguiste. O te arrastró. Y apareciste en la ciudad.

Pero era otra. O la misma, al fin revelada. Las avenidas se enrollaban como intestinos de concreto. Los autos estaban encendidos pero no se movían. La gente caminaba hacia ninguna parte, con auriculares sin cable, con ojos dilatados. Un hombre sostenía un pez y lo acariciaba como a un hijo. Una mujer dormía de pie, con las uñas incrustadas en una reja. El cielo estaba partido: de una mitad llovía polvo, de la otra, canciones. Reconociste una: la que cantaba tu abuela cuando pensaba que no la escuchabas.

Y entonces la puerta.

No la misma. Pero la misma. Porque ahora tenía tu olor. Tu forma. Tu duda. Te acercaste y ella se retrajo como una criatura dormida. La tocaste. No era madera, ni metal. Era una membrana. Viva. Tibia. Vibrante. Y supiste: no era salida. No era entrada. Era el punto donde el recorrido deja de importar. El corazón negativo del laberinto. El punto que late sin nombre.