El reloj invertebrado
El reloj no se detuvo. No hizo tic, no hizo tac, no se quebró ni marcó su final. El reloj simplemente cedió. Se ablandó como una vértebra sumergida en agua tibia. Se abrió sin bisagra, se desarticuló como un animal cansado de fingir que el tiempo existe. Nadie gritó su nombre. Nadie reclamó el minuto exacto en que todo perdió su compás. Solo quedó una vibración sin cuerpo adherida a los bordes de la lengua. Y ese vibración era el mundo.
Se caminaba entonces sin trayecto. Los pasos no eran trayectorias, eran pulsaciones. Las calles no llevaban a lugares, solo oscilaban. La piel, desprovista de biografía, absorbía el entorno como una esponja sucia. Dentro del pecho, no un corazón, sino un cúmulo de ritmos desordenados, como un animal mudo golpeando su cráneo contra una cúpula de carne. No había razones ni dirección. Había un temblor, apenas eso: un temblor que sustituía la voluntad.
Las palabras se convirtieron en ruido táctil. Ya no nombraban: respiraban. Una vocal podía durar días si se la exhalaba desde el fondo del estómago. Las consonantes, con su rigidez de piedra, se agrietaban apenas eran rozadas por la lengua. Frases enteras flotaban, se descomponían, se evaporaban en el aire viciado de la conciencia. Cada sílaba era un órgano. Decir era parir saliva. Escuchar era comulgar con la disonancia.
El día no comenzó. Se abrió como una flor sin tallo en la mitad de la nada. El tiempo no cayó: se disolvió en una sustancia pegajosa que se adhería a los ojos, como el sudor de un cadáver tibio. El calendario fue enterrado en un agujero sin fondo. Nadie volvió a celebrar nada. Los cumpleaños se volvieron una superstición. Los relojes, artefactos de culto para los nostálgicos del orden. Cada noche olía a la anterior, como si la oscuridad también se hubiera quedado atrapada en su propio bucle. El futuro se pudría antes de ser pensado. El pasado se volvió un líquido viscoso que goteaba por las grietas del presente. Todo era presente. Pero no el presente heroico, nítido, respirable. Era un presente viscoso, hueco, sin forma.
Caminar era deslizarse por una membrana tibia. El suelo ya no tenía solidez: respondía con un leve hundimiento, como si pisaras sobre piel. No había perspectiva. Lo lejano era una textura, lo cercano una vibración. Los relojes, antes cuadrados, comenzaron a curvarse, a torcerse, a volverse espirales sin centro. Algunos se derritieron. Otros se transformaron en insectos de metal que vibraban con una frecuencia inaudible. Se les encontraba muertos sobre la almohada, como si hubieran intentado escapar del sueño. Nadie los enterraba. Nadie los extrañaba.
A veces, en el borde del sueño, emergía una forma. No era humana. No era divina. Era un pliegue. Un pliegue vivo que respiraba por sus costuras. El tiempo había mutado en geometría aberrante. Ya no era una línea, ni un círculo, ni una hélice. Era algo que no encontraba reposo. Como si la estructura del universo se hubiese cosido con hilos tensos y defectuosos. Cada movimiento era una vibración errónea. Cada palabra, un eco de una lengua nunca aprendida. Se vivía en una topografía de errores. No errores como fallos, sino errores como criaturas.
El ruido persistía. No se lo podía nombrar. No venía de fuera. No era un sonido. Era algo anterior al lenguaje, anterior al oído, anterior al tiempo. Era la respiración de lo que alguna vez se llamó instante. Algunos lo confundían con la voz de los muertos. Otros, con una pulsación que había quedado atrapada entre dos latidos. No importaba. Nadie tenía razón. Todos se movían.
La muerte no llegaba como antes. Ya no era un final. Era una fuga. Un rumor. Un desplazamiento mínimo hacia una dimensión sin eje. Los cuerpos se apagaban sin caer. Las almas no ascendían: flotaban en la atmósfera como palabras no dichas. Eran partículas de aire sin función. La eternidad no era un regalo ni un castigo. Era un error de percepción. Una pausa mal entendida. Una forma del silencio demasiado dilatada.
Y entonces, algo en el papel se estremeció.
No hubo última palabra. Ni desenlace. Ni conclusión. El texto no cerró. Solo se diluyó. Como si la escritura no fuera más que un murmullo atrapado en la garganta del tiempo. Como si el reloj, aún sin vértebras, siguiera arrastrándose bajo la piel de las frases.
Todavía.
Respira.