La formas que se disuelven
Todo comienza sin nombre, en el filo de algo que ya no es del todo. Una modulación apenas, como el pliegue de una tela húmeda colgada en medio de una casa deshabitada. No importa si fue palabra, carne o trazo: lo que inaugura la realidad no es su forma, sino el modo en que esa forma se retira. Como si cada aparición arrastrara en secreto su caída. Un rostro que se borra en la lluvia. Una línea de tiza que se disuelve en la acera. Un sonido que se va antes de haber llegado del todo. Y allí, donde nada se afirma, algo ocurre. Algo sin nombre, sin rostro, sin borde. Una especie de claridad que no puede fijarse y por eso deslumbra. El mundo no nace, se fuga. Las cosas no comienzan, se desvían. El primer acto de todo lo que existe es el acto de desaparecer.
Se insiste en decir que la forma ordena, que la forma protege, que sin forma todo sería caos. Pero lo que realmente asienta las cosas no es su forma, sino la manera en que esa forma se niega a mantenerse. Toda figura verdadera vibra con una especie de traición interna. Como si no quisiera durar. Como si sostenerse fuera una violencia contra su propia naturaleza. Lo que sostiene no es lo que cierra, sino lo que se abre en la grieta. El borde. La línea que desaparece. Lo imperfecto. Lo que se fuga. Lo que resiste a convertirse en cosa. No hay forma sin fractura. No hay trazo que no quiera borrarse. No hay palabra que no se agriete al ser dicha. El mundo no se da como objeto, sino como huella. Como resto. Como algo que está de paso, y en ese paso, roza, toca, estremece. Querer fijar lo que fluye es violentarlo. Pensar es aprender a soltar. Sentir es dejarse alterar. Y nombrar, si acaso, es una forma de despedirse.
El presente no se habita: se atraviesa. No hay lugar donde quedarse. Todo es márgen. Cada instante es un vértigo blando que apenas se roza con los dedos antes de caer. Nadie está en el ahora. El ahora es una herida leve entre lo que no ha sido y lo que no podrá ya ser. Una especie de resplandor sin contorno que sólo se ve al cerrarse los ojos. La conciencia no ilumina el mundo: lo extravía. Cada cosa que se ve comienza a deshacerse desde que es vista. Lo real se da en forma de eco. Nunca está del todo aquí. Nunca está del todo. Hay una zona intermedia, una bruma. Ver es tocar esa bruma. Sentir es perderse en ese en ese lugar. Y vivir, si algo puede decirse de eso, es aceptar que lo que importa no es lo que se alcanza, sino lo que insiste en escaparse.
La belleza no es lo que se sostiene, sino lo que se interrumpe. No es el trazo limpio, sino la grieta. No es la armonía, sino el desfase. Lo bello hiere, no porque ataque, sino porque se rompe. Una imagen que resbala, un rostro que se desvanece, una música que se retira justo cuando iba a decir algo. Lo bello es lo que no se entrega por completo. Lo que no puede ser poseído ni comprendido. Lo que falta. El vacío que se enciende en medio del sentido. Esa fisura. Ese pliegue. Esa pequeña asimetría que vuelve a la forma humana, temblorosa, herida, frágil. Y por eso verdadera. La belleza no está en lo que se muestra, sino en lo que no llega a mostrarse. No en la luz, sino en su sombra. No en la palabra, sino en su quiebre. No en la carne, sino en la manera en que siente antes del abrazo. La belleza no permanece: acontece mientras se esfuma. Su forma es su huida.
El yo no es centro, ni núcleo, ni sustancia: es una forma débil de sostener el vértigo. Un acuerdo provisorio entre memorias que ya no nos pertenecen. Un rostro que hemos repetido tanto que ya se cree real. Pero basta una grieta —una pérdida, un giro, una palabra dicha con otro tono— para que ese rostro comience a deshacerse. No somos alguien. Somos una oscilación. Una superficie que late. Una corriente sin cauce fijo. El yo es un accidente del tiempo. Una forma provisional que el deseo adopta para orientarse. Pero no hay dirección. Solo pliegues. Solo desvíos. Solo reflejos que no coinciden con ningún cuerpo. Y entonces aparece el alivio: no tener que sostener la coherencia de ser uno. Ser otros. Ser nadie. Ser lo que se atraviesa. El alma no tiene forma. Tiene hueco. Tiene eco. Tiene hambre de lo que no se dice. Y si alguna vez encuentra algo parecido a sí misma, es en el momento exacto en que se deja de buscar.
La imagen no representa: sustituye. No hay original. No hay copia. Sólo máscaras que giran sobre sí mismas, repitiendo gestos que ya no remiten a nada. Pero ese vacío es fértil. Esa simulación, si se la escucha con atención, no es mentira: es otra forma de realidad. Lo que no es también forma. El espejo no devuelve: inventa. Y a veces en esa invención aparece una verdad que no podría ser dicha de otro modo. Una silueta imposible. Una palabra que no tiene referente. Un gesto que sobrevive a quien lo hizo. Todo lo que duele persiste, aunque no tenga forma. Todo lo que amamos se disuelve, pero no desaparece. Queda como rumor, como resto, como fragmento que no encaja pero que sigue brillando. La imagen no es algo que se mira, sino algo que nos mira mientras nos vamos. Y ese mirar sin ojo es lo que funda la forma más extraña de verdad: la que no necesita existir para tocarnos.
La música no está en las notas, sino en los espacios entre ellas. Lo que vibra no es el sonido, sino su interrupción. La forma no es lo que se ve, sino lo que falta entre lo visible. El sentido no se construye: se presiente. Cada cosa que permanece ha sido antes una incertidumbre. Un hueco. Un silencio. Lo que conmueve es lo que no puede afirmarse. Lo que queda cuando todo se ha ido. Un eco. Un susurro. Un resto. La nostalgia no viene del pasado: nace en el presente mismo, en ese intento fallido de retener lo que ya se está deshaciendo. Y esa melancolía sin objeto, ese duelo sin causa, es la forma más honda de presencia. El alma es el residuo de lo que no pudo quedarse. Un rumor en la memoria de algo que nunca existió del todo. Y sin embargo sigue.
No hay conclusión. No hay cierre. El texto no acaba: se retira. Como un paso que se borra en la arena antes de haber sido oído. Como una frase que no se termina de pronunciar, pero deja su aliento flotando en la boca. Lo que no se dice, persiste. Lo que no se cierra, respira. Y así, esta forma que fue cuerpo, que fue ritmo, que fue huella, comienza a desaparecer en el instante exacto en que deja de necesitarse. No queda la idea. No queda el mensaje. No queda la forma. Solo queda un pliegue. Una vibración. Un resplandor que no pide ser comprendido. Solo sentido. Solo rozado. Solo perdido. Porque toda forma que vale la pena habitar es, al fin y al cabo, una forma que se disuelve.