La pulsión es un animal silencioso
No busca nada, te arrastra. No desea, pero te enciende. No necesita, pero desgarra tus rutinas como una cuchilla invisible. Intentas nombrarlo: lo llamas hambre, lo llamas nostalgia, lo confundes con el eco de un deseo que no logras precisar. Pero ella —la pulsión— no obedece a tus palabras. Solo te habita. Cambia de forma. Se disfraza de gesto. De súbita tensión en el cuello. De pestañeo fuera de ritmo. Se insinúa en el modo en que te quedas mirando algo sin saber por qué, en esa sensación de que algo falta sin saber qué, en la certeza absurda de que algo ya ocurrió aunque no puedas recordar cuándo. No tiene historia. No tiene argumento. Pero te atraviesa con la contundencia de lo que es real sin pruebas. Como si el mundo fuera solo una superficie y debajo, muy debajo, estuviera su latido, sin nombre.
Y tú sigues, sí. Respiras. Caminas. Mueves las manos. Te sientas en mesas donde el ruido de las palabras enmascara el hecho de que algo, muy dentro, se está derramando. La pulsión no interrumpe: socava. No se impone: destila. Te arquea el cuerpo en el momento exacto en que pensabas que tenías el control. Te altera el ritmo cardíaco cuando no hay peligro. Te hace sudar cuando no hace calor. Te habita en el pliegue de lo cotidiano. No se anuncia. Es fondo. Subsuelo. Contrapunto de la conciencia. No viene de ti, pero ya no puedes diferenciarte de ella. ¿Has sentido eso?. El cuerpo que ya no responde a la lógica. El gesto que nace sin voluntad. El deseo sin objeto. La lágrima que no obedece a ninguna tristeza concreta. Como si la piel tuviera memoria propia. Como si el músculo supiera algo que tú no puedes oír.
Y el cuerpo, ese cuerpo lleno de sensores secretos. Ese radar sin idioma. Se adelanta al desastre. Se curva antes del golpe. Se encoge antes de la palabra. El cuerpo no espera explicación: siente. Vibra. Se tensa. Cambia. El cuerpo no razona la pulsión: la toca. La contiene. La sobrevive. Has notado cómo el estómago se enrosca cuando alguien entra en la habitación. Cómo los dedos se crispan en el momento más neutro. Cómo el corazón se dispara sin causa médica. Son las señales. No de algo que va a pasar. De algo que ya está pasando, pero que aún no ha roto la superficie. El cuerpo es la antena. Y tú, apenas su eco.
A veces —solo a veces— logras detenerte. No por voluntad. Porque algo te suspende. El mundo sigue rodando, pero tú dejas de escucharlo. Quedas en pausa, sin gesto. Sin deber. Sin escena. Y entonces… respiras. No como hábito. No como función. Sino como si cada inhalación fuera un acto extraño. Como si el aire pesara. Como si respirar fuera un modo de recibir lo que no se puede procesar. Una especie de escucha total. Sin objeto. Una apertura sin dirección. Te conviertes en espacio. En recinto. En umbral. No piensas. No concluyes. Solo estás. Y en ese estar, ocurre. La vibración. El pulso. El ritmo que no proviene de ningún exterior. Como si el mundo se replegara hacia adentro y tú fueras el tambor donde suena esa retirada. Te atraviesa. No duele. No cura. No dice. Solo se despliega. Como una música que no se compone, pero que existe.
Y luego…
el silencio.
No como vacío.
No como ausencia.
Como lo que queda cuando ya no hay máscara.
Cuando el cuerpo vuelve a ser solo cuerpo.
Cuando la respiración ya no necesita justificar su ritmo.
Y algo —algo muy hondo, muy anterior— respira contigo.