Sus labios sabían a blues y nicotina


Su boca era el lugar donde se extinguían los relojes. No pronunciaba palabras: exhalaba signos, residuos fonéticos, escamas del alma. A veces temblaba sin que el cuerpo se le moviera, como tiemblan las líneas de un poema leído al borde del colapso. Sus labios tenían esa textura nocturna que no pertenece al cuerpo, sino a las ruinas. No eran labios: eran la memoria de un incendio. Cuando me rozaban, no me besaban: me evaporaban. En ella el deseo no era impulso, era residuo. No había calor, había brasa. No había ternura, había una lentitud inquietante, como si besarla fuera acariciar la forma exacta del adiós antes de que ocurra.

Flotaba entre la música y el humo. No caminaba: entraba. Su llegada era un error del tiempo. Cuando su silueta se dibujaba en la puerta, las cosas en la habitación se desacomodaban solas. El vaso de cerveza se inclinaba, la lámpara parpadeaba, las cortinas se tensaban como si recordaran algo. Traía encima la música de una estación sin buses, un blues que no sonaba pero que se podía respirar. Su presencia era una canción sin autor, grabada en un casete sin etiqueta, con esa distorsión amarga que hace que uno crea que ha estado allí antes, que ya la ha escuchado, que ya la ha amado, que ya la ha perdido.

No hablábamos. O hablábamos con gestos, respiraciones, lentas coreografías del cuerpo que no buscaban respuesta. Sus dedos eran intermitencias. Su piel, una frase inacabada. Y sus besos… sus besos sabían a madrugada mal dormida, a motel sin nombre, a cenicero lleno de recuerdos. Había en ellos una violencia dulce, una crueldad sagrada, como si besarla fuera un rito antiguo que deshacía los límites de la carne. Cada vez que sus labios rozaban los míos, escuchaba el crujido de algo que se quebraba por dentro. No en mí, no en ella, sino en el lugar donde el deseo se vuelve humo.

Había algo profundamente místico en su forma de ausentarse. No desaparecía: se disolvía. Dejaba su perfume como quien deja una pista, un acertijo imposible. Y uno no sabía si seguirla o quedarse respirando ese rastro, como un animal herido que huele la sangre de un dios que ya no baja del cielo. Cuando dormía, su cuerpo adoptaba formas que no eran humanas. Se arqueaba como si estuviera soñando con palabras que nadie ha pronunciado jamás. A veces abría los ojos de golpe, me miraba como si no me conociera, y se quedaba quieta, respirando hondo, como si acabara de regresar de un lugar donde la vida era otra cosa. Yo no preguntaba. No por respeto, sino por miedo a que la respuesta no tuviera lenguaje.

No la deseaba en el sentido habitual. No era deseo: era urgencia. Una urgencia que no buscaba consumación, sino interrupción. Cada encuentro era una forma del extravío. No había ritmo, había síncopa. Cada caricia suya era una equivocación hermosa. Como si al tocarme, ella misma se preguntara por qué su mano la estaba traicionando. Había una culpa en sus movimientos, una especie de piedad cruel. No hacíamos el amor: nos deshacíamos mutuamente. Como si la única forma de tocar lo real fuera a través del daño sutil, la ternura desviada, el peligro sin causa.

La ciudad afuera era una máquina sin alma. Los semáforos parpadeaban en la madrugada como ojos que han perdido el sueño. Todo estaba cubierto de esa humedad densa que solo aparece cuando uno ya ha dicho todo lo que no debía. El asfalto brillaba como si hubiese llorado. A veces salíamos a caminar sin rumbo, como sombras que no buscan calle, sino eco. Ella fumaba en silencio. Yo la seguía. Y en cada bocanada que exhalaba, parecía que parte del mundo se le escapaba por la boca. No era aire lo que devolvía: era su historia. Una historia que nadie le había pedido contar.

Una noche me confesó que había amado a alguien que no recordaba. Que su memoria era un álbum de fotos sin rostros. Que cada vez que besaba a alguien, esperaba encontrar en su saliva el sabor de aquel olvido. Me lo dijo mientras sostenía mi mano con fuerza, pero sin tocarme. Había algo ceremonial en esa distancia. Como si el amor fuera una misa donde los cuerpos están, pero los dioses no llegan. Y yo la entendí. Porque besarla era besar lo que ya no está. Lo que no volverá. Lo que quizás nunca fue. Y sin embargo, el beso ocurría. Como ocurre el humo. Como ocurre el hambre. Como ocurre el desastre.

No supe cuándo fue la última vez que la vi. Su partida no tuvo forma. Solo noté que su olor tardó más en desaparecer. Que su silencio era más grave. Que el blues seguía sonando, pero ya no sabía a ella. A veces creo que la inventé. Que fui yo quien le dio forma con el deseo, con la nostalgia, con esa parte rota que todos llevamos escondida detrás de los huesos. Pero luego cierro los ojos, respiro profundo, y aún está el sabor: esa mezcla de tabaco mal apagado y tristeza afinada. Ese acorde final que nunca llega. Esa nota suspendida que sigue vibrando aunque ya nadie escuche.

Y entonces entiendo: no era su cuerpo lo que amaba, sino su forma de deshacerse. Su arte de desaparecer como si el mundo no fuera suficiente para sostenerla. Como si el universo no tuviera palabras para nombrarla. Y sé que nunca dejará de estar. Porque hay besos que no viven en la boca, sino en el humo. Y ella… ella era eso: un beso escrito con blues sobre la ceniza de un nombre que nadie ha dicho.