Otra forma de mirar el tiempo


No recordaba haber cerrado los ojos, pero algo en la carne decía que llevaba siglos sin mirar. No era oscuridad lo que me rodeaba: era un espesor. Una densidad de mundo no iluminado, pero vivo. No había noche, tampoco día. No había sombra porque no existía fuente alguna de luz. Todo era superficie sin reflejo. La materia no se ofrecía a la vista, sino al roce. El mundo me llegaba a través del olor y la presión del aire: húmedo, animal, salobre. Una atmósfera que se pegaba a la piel como tela mojada, como una lengua que nunca termina de retirarse. Cada movimiento mío era un sonido que no rebotaba, una señal sin eco. No podía medir la distancia entre mi cuerpo y lo que lo rodeaba porque todo estaba ya encima de mí, o dentro de mí. No sabía si era un lugar o un estado. No sabía si seguía siendo alguien o sólo el punto donde ese espesor se hacía consciente.

El tiempo no pasaba. Se quedaba. Flotaba en el pecho como un nudo sin hilo. No avanzaba: se acumulaba, se engrosaba. No era una línea, era una costra. Lo sentía deslizarse lentamente por la espalda, como una baba tibia. Había ritmo, sí, pero sin medida. No tic-tac. No minutos. No reloj. Un ritmo que no era contable, pero sí palpable. El tiempo tenía textura de humedad sin origen, de aceite quieto, de sangre que no sale pero tampoco se estanca. Me rozaba por dentro. Era la respiración misma, pero sin aire. Una forma de existencia que no necesitaba moverse para insistir. Yo no vivía el tiempo. El tiempo me vivía a mí. Como si yo fuera su forma de mantenerse tibio.

No recordaba mi cuerpo como antes. No lo sentía entero, sino por fragmentos. Una pierna era sólo una zona de presión, el pecho era el sitio donde algo pesaba, y las manos… no sabría decir si aún estaban, pero de vez en cuando sentía que algo las tocaba desde afuera o desde adentro. Me convertí en un sistema de sensores sin nombre. Ya no tenía forma. La forma había sido una ilusión de los ojos, y ahora los ojos no eran más que órganos sin destino. Piezas sin función. Sentía el espacio como se siente la temperatura: sin dirección, pero con una certeza absoluta. Sabía cuándo algo estaba cerca no por verlo, sino porque mi estómago se tensaba. Había zonas del aire que apretaban los huesos, zonas que olían a cosas que no existen. El calor era brújula. El sudor, cartografía.

Al principio creí estar solo. Pero luego surgió una respiración que no era mía. No era un sonido. Era algo más leve: un cambio en la presión del entorno. Una presencia no como figura, sino como alteración. Algo —alguien— que modificaba la densidad del tiempo al pasar. No hablaba. No se acercaba. Pero estaba. Como si una memoria antigua hubiera salido de la piedra y se apoyara, muda, contra mi nuca. No supe si temer o rendirme. No supe si era el eco de una parte mía que había olvidado regresar. Pero estaba ahí, respirando a través del silencio, latiendo sin cuerpo. A veces, en su cercanía, recordaba palabras que nunca había dicho. Palabras que venían con sabor a hierro, como si hubieran sido talladas con dientes. No las pronunciaba, pero se instalaban en mi garganta como un hueso que no baja.

Comencé a notar que lo que me rodeaba no era exactamente un lugar, sino un estado. No había cosas. Había impulsos. Movimientos sin dirección. A veces sentía que algo me observaba, pero no existía el acto de mirar. No había ojos. No había visión. Sólo esa especie de presión que deja una pregunta cuando entra a una habitación. El mundo se volvió una criatura que respiraba conmigo. Un cuerpo mayor que me sostenía. No lo caminaba: lo encarnaba. No me desplazaba: me desplazaba él a mí. Como si yo fuera su médula y él, el músculo que me contenía.

Los pensamientos cambiaron de forma. Ya no eran ideas. Eran ruidos suaves, recorridos eléctricos, sacudidas internas que no pasaban por palabras. No pensaba: sentía pensamientos. Como si cada memoria hubiera dejado de ser imagen para volverse líquido. Algunos pensamientos ardían, otros enfriaban los huesos. Había uno que me visitaba cada vez que el aire se volvía más denso: una pregunta sin gramática, una especie de náusea que no venía del estómago, sino de una zona entre el cuello y el recuerdo. Nunca supe qué preguntaba, pero su presencia abría un vacío parecido al hambre.

Hubo un momento —no sabría decir si después o antes de algo— en que el espacio cambió de peso. No fue una transformación, fue una transmutación. Todo se volvió más grave. Más lento. Como si el mundo decidiera dejar de girar y, en ese gesto, me invitara a quedarme quieto para siempre. El tiempo ya no era siquiera una sensación. Era una condición. No pasaba. No insistía. No empujaba. Simplemente era. Se alojaba en el centro del pecho como un núcleo caliente. Lo supe sin pensar: había llegado al fondo del tiempo. A ese lugar sin borde donde el pasado y el futuro son partes del mismo organismo.

No hubo revelación. No hubo visión final. No se abrió ningún portal. No descendió ninguna luz. Sólo quedó el cuerpo. Ese cuerpo sin forma, sin contorno, que ya no era mío, pero aún respiraba como si lo fuera. Una respiración lenta, contenida. Como un péndulo que no oscila. Como un músculo que no se contrae ni se rinde.

Pensé en hablar. No para decir algo, sino para comprobar si aún podía emitir sonido. Pero lo único que emergió fue un aire seco. Como si la garganta se hubiera convertido en túnel sellado. Entonces supe que ya no necesitaba pronunciar. El silencio se había vuelto lengua.

Y entonces eso.
Esa otra cosa.
Sin nombre.
Sin afuera.
Sin final.