La sociedad y sus escombros


La plaza respira por las grietas de sus baldosas, no como lugar sino como latido ciego, sin propósito ni belleza. Un silbido invisible corta el humo de las esquinas, se mezcla con la estática oxidada de una radio que pronuncia cifras con voz de enferma terminal. Nadie escucha. Todos reciben. Es un murmullo anestésico, sin lengua, sin dueño, que se cuela en los tímpanos como larva semiótica. Hay niños que juegan a intercambiar envoltorios vacíos como si fuesen tesoros radiantes, pájaros de plástico que no se atreven a volar sobre las estatuas, ancianas que acunan bolsas de mercado como si cargaran la cabeza cercenada de un dios doméstico. El aire huele a tiempo recalentado, a carne vuelta sigilo. Hay una coreografía sin partitura que repite el gesto: manos que rozan, labios que no nombran, ojos que no dudan. Late un tambor invisible debajo del suelo, una especie de pulso maquinal que organiza las cosas sin promesa. Pero a ras de piel nada se nota: solo el leve tic nervioso de quien recuerda un verso amputado, algo que ocurrió antes del lenguaje.

En la sala de espera de un hospital sin ventanas, las máquinas llaman turnos con una voz maternal que ha olvidado el útero. Los cuerpos—archivadores mudos—se deslizan sobre sillas tibias, ofreciendo su código a cambio de una espera sin rostro. Un tubo fluorescente se suicida a destellos, salpica el aire con una nieve verde que no cae, que no se derrite. El vigilante bosteza con la gravedad de un animal domesticado: su pupila registra, su pupila olvida. La ropa de los pacientes conserva el olor de una tristeza recién planchada. Un niño sostiene el celular de su padre como si fuera una linterna para mirar dentro del vacío: desliza un dedo, dispara aves digitales contra estructuras imposibles, pero nada cambia. Una enfermera arrastra una camilla como si llevara el eco de un muerto anterior. Todo repite. Nada pulsa. Nadie cae. Nada sucede. El silencio tiene el sabor del plástico descompuesto. Un rumor de bisturí inexistente recorta el mundo en capas: carne, código, sombra, residuo.

La multitud avanza por el túnel de la avenida como sustancia espesa, lenta, demasiado húmeda para ser humana. Tacones, caucho, aliento, algoritmos. El sistema digestivo de la ciudad traga sin masticar. Una mujer llora sin arrugas; un hombre ríe sin boca. Un saxofón remoto se derrama por los altavoces rotos: notas dislocadas, intervalos imposibles, jazz que no promete regreso. Nadie ha visto el tren. El viaje es otra superstición colectiva. El vagón vibra como un vientre sin partos. Cada parada es una herida; cada puerta que se cierra, un juicio sin juez. Las manos buscan algo en los bolsillos: alguna excusa, una migaja de fe, un objeto para recordar que aún hay tacto. Pero no hay nada. Solo el ruido eléctrico que acompaña a los vivos como si fueran piezas defectuosas de una sinfonía industrial. Afuera, la ciudad emite su quejido digital: un rugido blanco, transparente, sin historia.

Bajo el callejón, un sótano ordena mercancías que nadie ha pedido a tiempo. Máscaras quirúrgicas, rosarios fluorescentes, chips durmientes. Una mujer las organiza como quien clasifica cenizas sagradas: sus dedos rozan los objetos con el amor de una lengua extraviada. De su radio pende una antena torcida que susurra pronósticos de climas morales: humedad en el arrepentimiento, niebla en la memoria. A veces, la luz de emergencia roza su cara y revela un gesto que no pertenece al presente: una expresión que alguien usó en una pintura rupestre, en un exorcismo, en un embarazo sin futuro. En ese instante, todo el polvo se alza en procesión microscópica, como si celebrara un rito sin nombre ni objetivo. Afuera, los pasos de los peatones resuenan como oraciones invertidas.

La pantalla central de la ciudad cuelga como una luna defectuosa. Proyecta simultáneamente anuncios de leche sin memoria y obituarios de personas que aún respiran. Nadie distingue entre oferta y epitafio. Una pareja se detiene: él fotografía la publicidad, ella su reflejo. Se besan, pero sus bocas están bloqueadas por filtros de autoestima automática. A su alrededor, colibríes robóticos zumban con una danza indiferente, recolectando estadísticas de sudor, escaneando los poros del deseo, cartografiando afectos oxidados. Cada rostro es un código QR que no lleva a ninguna parte. Las farolas parpadean con el ritmo de un corazón en huelga. Un niño señala la luna con un gesto de urgencia: nadie mira.

La catedral sin campanas irradia su silencio radioactivo. No hay fieles, solo rastros de humanidad descompuesta. Un mendigo enciende veladoras digitales que proyectan su plegaria en píxeles flotantes. El altar ha sido reemplazado por un panel de sensores táctiles: la salvación se activa con el índice. En los confesionarios de vidrio templado, hologramas otorgan absoluciones automáticas, acompañadas de descuentos y fragmentos de canciones devocionales. La santidad es un algoritmo. Los pecadores esperan turno con la fe enferma de quien juega a perder. Al salir, cada creyente recibe un souvenir: una llave que no abre, una frase sin vocales, una estampita con error de fábrica. Desde lo alto, una estatua sin rostro sangra óxido sobre las escaleras.

La noche lava la ciudad con un agua que no moja. Los puentes vibran bajo el peso de vehículos sin tripulantes. El viento arrastra folletos con ofertas vencidas; vuelan como aves ciegas, se adhieren a la frente de los insomnes. Un farol estalla siguiendo el pulso de un animal que no existe. En los callejones, los grafitis se insultan entre sí: se escupen colores, se reproducen como tumores visuales. Un gato atraviesa la escena con la indiferencia de los dioses menores: lame su pata y decreta la ruina. Más allá, alguien tose una canción antigua sin vocales, sin garganta. Nadie lo oye. Un dron flota en lo alto como ángel caído, parpadea y se va.

A la hora en que los servidores recalibran su hambre eléctrica, un contrabajo resuena desde la azotea de un edificio abandonado. La vibración atraviesa cables, palomas, vitrales, huesos. Cada nota lenta abre una grieta en la noche: no para huir, sino para quedarse allí, donde el lenguaje ya no puede. La música conoce un camino que los mapas niegan. Suena a algo anterior al miedo. En cada resonancia hay un espejo: una mano infantil soltando un globo invisible, una risa suspendida en el ascensor averiado de la historia, un beso que estalló contra una valla publicitaria y no dejó rastro. El contrabajo insiste, como si fuera posible sanar a través del ruido.

Cuando el sol todavía duda tras los edificios dormidos, una niña entierra algo que ya no florece. Su madre la observa con una mezcla de vértigo y reminiscencia: no sabe por qué, pero el gesto le duele. Una paloma escarba el idioma dormido en un cartel caído, devora su vocal inútil y deja el alfabeto ardiendo entre los escombros. De pronto, alguien ríe. El sonido cruza la calzada, trepa por los cables, penetra el vapor del café. No hay epílogo. Solo motores que susurran culpas, ciclistas que huyen sin mapa, una nube de polvo que insiste en subir. El día se despliega como una pantalla rota. Todo parece empezar de nuevo. Como si algo hubiese cambiado mientras nadie miraba. Y entre los restos del adoquín, un geranio fantasma florece sin permiso. Ajeno a toda estadística. Inmune a cualquier redención.