La rima interna del exilio


Todo comienza —no comienza—. Una grieta mínima. Apenas un parpadeo mal afinado entre la retina y el mundo. Se abren los ojos, y lo visible permanece, pero algo ha sido desplazado sin moverse. La luz cae en ángulo idéntico, el cuerpo cumple su ciclo, el calendario repite su dictado. Y sin embargo, no hay encaje. Todo lo que rodea parece seguir obedeciendo al orden, menos tú. No es locura: es otra cosa. Una fisura sin nombre. Una forma silenciosa de desalojo. Te levantas. Caminas. Dices los mismos nombres. Amas con el mismo cuerpo. Pero ese cuerpo —ese que alguna vez fuiste— ha perdido la contraseña que abría las cosas. La cuchara sigue siendo cuchara, sí, pero ya no sirve para llevarse nada a la boca. Las palabras que se pronuncian tienen el sonido justo, pero no el peso. Como si alguien —una lengua extraña, una mano idiota— hubiera sustituido cada objeto por su doble. El exilio no comienza en un aeropuerto. Comienza en el tono de la voz que ya no nombra. En el reflejo del espejo que te devuelve otro que se te parece, pero no sabe de ti. Nadie te dice que te has ido. Te das cuenta solo. Como se sabe que la fiebre está ahí aunque el termómetro diga otra cosa. Te has exiliado. Y no sabes desde cuándo.

Sigues caminando por calles que aprendiste de memoria, pero sus líneas han mutado. Las avenidas se abren hacia direcciones nuevas, y los muros que alguna vez te contuvieron ahora exudan un aire áspero, sin centro. Todo lo que alguna vez tuvo eje se ha desalineado. Caminas hacia la esquina, y la esquina ya no te devuelve sombra. Doblas por la calle donde vivía tu infancia, y hay una casa ahí, sí, pero sus ventanas no te reconocen. El suelo responde con un eco distinto al peso de tus pasos. Es el mismo mundo —sí— pero su mapa ha sido modificado por dentro, como si un pliegue secreto hubiera arrugado la geometría y las cosas ya no encajaran con lo que recuerdas de ellas. Te apoyas en una baranda que ya no sostiene, cruzas una plaza que ha olvidado su centro. Todo se ha vuelto translúcido, pero sin belleza. Como un cuerpo sin sistema nervioso, como un órgano separado de su función. Y tú, intentando habitarlo, como quien recuerda los gestos de una danza cuyo ritmo ya no existe. El exilio se hace espacial: no hay lugar que te devuelva el nombre, no hay calle que te reconozca como tránsito. Estás. Pero el lugar que habitas no tiene fondo.

Y cuando intentas amarrarte al tiempo, te das cuenta de que él también te ha soltado. Las fechas no responden. Las horas pasan sin convencer. Los relojes giran, sí, pero lo hacen sin dirección. Como si cada manecilla fuera movida por vientos contrarios. La memoria recuerda lo que no ocurrió y olvida lo esencial. Aparecen escenas que no viviste con la nitidez de una certeza y momentos reales que se borran como tinta en agua. El pasado se curva, se pliega, se dobla sobre sí mismo como un mapa equivocado. Intentas volver a ti, a tu historia, pero lo que encuentras es un palimpsesto desordenado. Cada página está tachada, cada fecha resiste ser recordada. No hay infancia, hay ecos. No hay futuro, hay espejismos. Y el presente… el presente es una grieta donde apenas logras mantenerte en pie. El tiempo se ha vuelto un animal ciego, girando sobre sí mismo. Y tú, atrapado dentro, sientes que los días no pasan: se repiten con una variante mínima, cruel. Cada amanecer es un déjà vu con errores de edición. Cada noche, una reescritura fallida del mismo insomnio.

Entonces ya no intentas recordar. Dejas que la mente se oxide, que la cronología se evapore, que el calendario no sepa de ti. Y en ese abandono, aparece el silencio. Un silencio que no llega como vacío, sino como materia. El silencio no es ausencia de sonido: es lo que suena cuando todo ha dejado de hacer ruido. Es el lenguaje sin palabras. La rima que no se escucha pero que organiza. En ese silencio el mundo se vuelve respirable. No por belleza, sino por falta de presión. Se cae el decorado, y detrás del telón solo hay polvo. Pero el polvo también tiene ritmo. Un ritmo lento, terroso, antiguo. Una rima de lo que no se dice. Una música hecha de pausas. El exilio, en ese punto, deja de ser drama. Se convierte en cadencia. Ya no buscas volver. Ya no esperas. Solo caminas dentro del compás roto que el mundo te ofrece. Cada paso es una nota sin clave. Cada gesto, una sílaba suspendida. Y entonces, algo empieza a sonar. No melodía. No armonía. Algo más salvaje. Como una respiración que insiste, aunque no sepa si vale la pena.

Y comprendes que el exilio no termina. No hay regreso. Lo que llamas regreso es otra forma de abandono. La tierra que dejaste también se ha mudado. La casa que te espera no es la misma. Y tú, que tanto deseaste volver, ya no sabes quién eras antes de irte. No hay retorno porque no hay origen. Hay transfiguración. Lentamente, el desarraigo se adhiere a la piel. Se vuelve segunda piel. No duele. Ya no. Pero marca. Hace que camines distinto, que nombres las cosas con cautela, como si cada palabra pudiera traicionarte. Ya no hablas desde un lugar: hablas desde la ausencia. Y esa voz —ajustada a la rima de lo que no encaja— encuentra su forma. Una forma nueva. No pertenece. No busca. No pregunta. Solo vibra. Como un tambor sin ceremonia. Como una cuerda que no fue tensada. Como una oración dicha sin dios. Esa es la rima interna del exilio. No se escribe. Se escucha. No se comprende. Se respira. Y esa respiración basta.