Los mapas están hechos para perderse


Abrí el mapa como quien desgarra una piel ajena y me encontré con un animal dormido. No había líneas, ni ejes, ni nombres: solo temblores. Se movía bajo la luz como si tuviera pulso, como si respirar fuera parte de su geografía. El papel —si era papel— sudaba una tinta que no obedecía a mis ojos. Cada vez que intentaba fijar una ruta, el trazo se corría, como si las calles temieran ser encontradas. Era un mapa herido, un mapa sin memoria, un cuerpo más que un plano. Y yo, como un intruso en mi propia intención, comprendí que el acto de orientarse era ya una traición al instante, un modo suave de negar la experiencia. Las ciudades allí dibujadas no pertenecían al mundo, sino a otro lenguaje que solo se pronunciaba cuando se olvidaba.

Hubo una vez un punto de partida, o al menos eso pensaba, pero ese punto se abrió en mil direcciones sin rumbo. Caminé entre esas fisuras con la torpeza de quien no busca nada y encuentra todo lo que no necesita. Había esquinas que se doblaban sobre sí mismas, calles que se hundían en sí como cicatrices mal cerradas, señales que parpadeaban en idiomas imposibles. Sentí que el mapa no era una herramienta, sino un espejo ciego, y que mis pasos no eran actos de desplazamiento sino de descomposición. No me movía yo: el mundo giraba hacia dentro, arrastrándome con su torpeza infinita.

Los muros no marcaban territorios, eran respiraciones detenidas. Las puertas no llevaban a sitios, sino a versiones deformadas de una misma espera. Me crucé con seres que se comportaban como ecos, cuerpos que repetían los gestos de otros cuerpos ausentes. En una plaza desierta, un niño dibujaba rutas en el polvo con un hueso de ave, y al mirarlo supe que no era un juego: era una invocación. El mapa no era un objeto. Era un rito. Y su trazo se completaba con cada paso que no sabía por qué se daba.

Hubo un momento en que dejé de caminar por el mundo y empecé a deslizarme por dentro. El mapa se me pegó a la piel como un tatuaje invertido. Ya no necesitaba leerlo: me dolía en zonas específicas del cuerpo, como si ciertos recuerdos se activaran solo al pasar por ellos. Había rutas alojadas en el hígado, veredas que crujían en los dientes. Cada paso era una resonancia. Cada error, una puerta. Las ciudades no se habitaban: te habitaban. Las casas te miraban por dentro. Las ventanas no daban al exterior, sino al miedo. En ese territorio no había tiempo: solo intensidades. Y la distancia entre dos puntos no se medía en kilómetros, sino en la cantidad de memoria que uno estaba dispuesto a perder.

Los árboles hablaban sin voz. Sus ramas marcaban caminos que no estaban en el suelo, sino en la manera en que la luz se filtraba entre las hojas. Aprendí a leer esas sombras como un idioma antiguo, como una escritura sin alfabeto. Descubrí rutas en la forma en que los insectos morían, en el temblor de las hojas que no caían. Todo hablaba, pero no en la lengua de los hombres. El mapa era sensorial, corporal, inestable. Respiraba, cambiaba, se enredaba en los pensamientos como una raíz viva. No se podía doblar ni guardar: era imposible querer retenerlo sin que se deshiciera en las manos.

Y comprendí, sin entender, que había que rendirse. Que solo al dejar de buscar se empezaba a ver. Que el extravío era el único método. Que perderse no era una falla, sino una forma radical de presencia. Los mapas no eran para guiar. Eran para invocar. Para entregarse. Para volverse camino en lugar de buscarlo. Y en ese punto, donde ya no sabía quién era ni qué día era ni por qué seguía avanzando si nada se movía, sentí una claridad amarga: el mapa no era un dibujo, sino una pregunta. No mostraba: exigía. Era un espejo invertido que solo revelaba al que se atrevía a no reconocerse.

La última vez que lo miré, el mapa ya no tenía forma. Era un pliegue, una mancha, una herida abierta sobre un espacio blanco. No había dirección. No había regreso. Solo una vibración tenue, como la de un animal dormido que empieza a soñar. Y allí me quedé, sin nombre, sin rumbo, con los ojos abiertos como puertas, esperando que el mapa me olvidara.