Melancolía apócrifa


Hay una tristeza que no obedece al alma ni al corazón ni a la infancia. No nace del pasado ni duele en el presente, no se redime en el futuro. Es una tristeza anterior al cuerpo, una vibración quebrada entre los huesos del lenguaje. No es emoción ni idea: es un ruido primigenio que aparece cuando el mundo simula estar completo, pero se le nota —apenas— la costura del vacío. Uno la siente de madrugada, cuando todo sigue, pero nada vibra. No hay razones: hay una luz que no encaja en los objetos, un sonido que no se emite, un silencio que no termina de asentarse. Uno camina por la ciudad, pero el suelo no confirma su existencia. Todo está ahí: los semáforos, los rostros, las voces, pero algo no coincide. Como si la realidad no fuera el mundo, sino su archivo corrompido, una grabación antigua que sigue reproduciéndose sin saber que nadie escucha. Eso es la melancolía: un eco sin origen, una ceremonia sin liturgia, una lágrima que no se derrama pero nubla.

Hubo un cuarto blanco. No estoy seguro si lo viví, lo soñé o lo padecí como una memoria sembrada. Era un espacio sin sombra, sin ruido, sin ventanas. Nada ocurría. La luz no iluminaba: simplemente existía, como una presencia absurda. Me senté en el centro, esperando que algo se abriera, pero todo estaba sellado. Incluso el tiempo. Era un cuarto sin horas, sin respiración. Sentí que no estaba vivo, pero tampoco muerto. Estaba... afuera. Fuera de todo lo que pudiera nombrarse. Entonces comprendí que la melancolía no es un estado: es un exilio. No un dolor: una interrupción. Uno no se siente mal, uno simplemente ha sido expulsado del ritmo del mundo. Lo real sigue, pero uno ha sido omitido. No hay duelo, no hay pérdida. Es peor: uno ha sido borrado antes de ser. Y nadie, nadie ha notado la ausencia.

Afuera el mundo actúa como si estuviera vivo, pero no respira. Las personas caminan con una coreografía aprendida, se saludan, ríen, dicen "todo bien", pero ya nadie pulsa. Es una danza sin alma, una comedia cuyo guión fue quemado pero que todos siguen representando por inercia. El amor se ha vuelto formato. El dolor, protocolo. El lenguaje, interfaz. Ya nadie mira: escanea. Ya nadie toca: desliza. El cuerpo ya no arde: vibra. Las ciudades no arden: fermentan. Cada objeto es una evidencia de lo que ya no ocurre. Y nosotros, los que aún sentimos algo, llevamos esa sensación como una enfermedad sin nombre, un temblor apenas perceptible en la comisura del gesto. No estamos tristes. Estamos descifrando un código que ya no se imprime.

No hay dios en este texto, pero hay algo que late sin nombre. No presencia, sino fisura. No divinidad, sino sombra previa. A veces se asoma cuando el silencio es absoluto. No se ve, no se oye. Se presiente en el temblor de una palabra mal dicha, en el error sintáctico, en la grieta del verbo. Es anterior al lenguaje. No busca ser entendido, solo ser convocado. Pero hemos olvidado cómo nombrar. Cada palabra que usamos es una traición. Cada signo, una negación de lo que pudo haber sido. No hay escritura posible del absoluto. Solo residuos. Fragmentos de una lengua rota. Y sin embargo escribimos. No para decirlo, sino para sangrar en la dirección correcta. Cada letra es una herida. Cada frase, un exorcismo fallido. A veces pienso que la melancolía es eso: el eco de un evangelio que nunca fue escrito porque su dios fue abortado antes del verbo.

Recuerdo haber amado, pero el recuerdo no me pertenece. No hay rostro, ni escena, ni nombre. Solo una textura: la sensación de que alguna vez el mundo se abría en el contacto. De que un cuerpo era suficiente para no dudar. Ahora todo está cubierto de interfaces. El beso es una contraseña. El sexo, una aplicación. Ya no se ama: se consume. Ya no se pierde: se actualiza. Pero hay una nostalgia arcaica que sigue latiendo en el fondo del pecho, como un tambor olvidado. No es deseo: es memoria ancestral. Una memoria que no es mía. Una memoria que pertenece al fuego, al barro, a la sangre antes del lenguaje. Amé, sí, pero no como ahora. Amé con un cuerpo que ya no tengo. O que nunca existió. Amé con los ojos cerrados, sin saber a quién. Y aún así recuerdo el calor. Eso basta.

La escritura también ha sido vaciada. Se escribe sin cuerpo, sin oído. Palabras como mercancía, frases como envoltorios. Ya no se escribe para decir: se escribe para simular sentido. Las palabras se repiten hasta volverse ruido. Signos sin raíz. Ecos de ecos. Uno escribe entonces no para explicar, sino para invocar. Como quien lanza piedras al agua esperando que alguna no haga ruido. Como quien reza a un dios que se ha ido, pero deja abiertas sus iglesias vacías. Yo escribo con rabia, pero también con ternura. Con la certeza de que no seré leído, pero que cada palabra que lanzo es una forma de seguir vivo. Escribir es mi forma de temblar. No quiero comunicarme: quiero que alguien tiemble conmigo.

Hay noches donde uno está a punto de recordar algo crucial. No un hecho. No una historia. Una vibración. Como si todo lo vivido fuera apenas una cortina. Como si detrás del mundo existiera otra textura, más verdadera, más cruda. Esas noches uno no duerme: flota. El cuerpo se adelgaza, el pensamiento se disuelve. Lo real se convierte en superficie. Entonces uno entiende: la melancolía no es un sentimiento, es una arquitectura fallida. Un templo que no terminó de construirse. Un pliegue en el alma donde lo que falta duele más que lo que fue. Y en ese pliegue, uno se acuesta. No para descansar. Sino para no seguir cayendo.

Pero a veces —muy a veces— el mundo se estremece. No mucho. Apenas una vibración. Un temblor diminuto en la realidad. Como si por un segundo todo recordara que fue verdadero. Que hubo un instante donde mirar era tocar. Donde decir era invocar. Donde vivir era arder. Ese instante no salva. No redime. Pero confirma. Que seguimos aquí. Que el dolor aún pulsa. Que hay algo en nosotros que no se ha rendido al simulacro. Y es en ese temblor donde habita esta melancolía apócrifa. No como condena, sino como traza. No como final, sino como estremecimiento. Como el gesto que ocurre justo antes del grito. Como la palabra que no se dice, pero arde. Como la lágrima que no cae, pero nombra.

Y aún nombra.
Aunque no sepamos ya lo que estamos diciendo.