Detrás de los párpados


Antes de abrir los ojos, ya sangraban. No por la luz —todavía ausente—, ni por el mundo, que siempre llega tarde. Era una sangre anterior, una hemorragia leve, tibia, sin herida. Una vibración en la retina cerrada como si un animal dormido gimiera desde adentro. No dolor: un temblor. Una belleza empujando desde la oscuridad, rompiendo la membrana de lo visible. Algo que no pide ser visto pero insiste. Algo que no tiene forma pero exige cuerpo. El párpado era entonces una frontera: entre lo que podría ser y lo que, por exceso, no puede ser jamás. Vi sin mirar. Fui mirado por eso que no tiene nombre ni espejo. Allí comienza. Allí se abre la herida. Allí comienza a sangrar lo que aún no ha nacido.

Y cuando al fin miré —no como acto, sino como caída—, no vi cosas. Vi las fisuras. Las costuras de lo real. Las grietas por donde la belleza se escapa de sí misma. No imagen, no objeto, no armonía. Vi el estallido. El vértigo. El exceso. Lo que el mundo apenas contiene sin implosionar. Belleza no como forma, sino como desborde. Como lo que no cabe en ninguna forma sin rasgarla. Mirar no era contemplar: era fracturarse. El ojo se volvió herida. Una apertura sin párpado. Una boca sin dientes. Un latido sin carne. Y yo… yo ya no estaba.

El lenguaje, al intentar nombrarlo, comenzó a tartamudear. Se quebraba como hielo fino bajo el peso de una respiración indeseada. No podía decirlo. Solo sangrarlo. Las palabras eran sonidos huecos, residuos del intento, fragmentos de un idioma que se quemó al tocar lo que no puede tocarse sin perder piel. Lo que vi me hablaba sin voz. Vibraba. Pulsaba. Era. Una presencia sin rostro que exigía devoción, pero no plegaria. Era algo sagrado en su manera de destruir la forma sin destruir la luz. Algo que no se deja poseer. Algo que pasa por dentro, sin pertenecer.

Todo lo hermoso, entendí, sangra. No como metáfora. Como ley. Sangra por no poder ser sostenido. Sangra porque existir es un acto violento. Sangra como el metal cuando se dobla más allá de su forma. Como el ojo cuando no parpadea. Como el silencio cuando se llena de lo que no se puede callar. Cada objeto estaba al borde de sí mismo. Cada sombra temblaba por la presión de una luz demasiado verdadera. Comencé a ver por debajo: poros, fibras, nervaduras. Todo lo que era imagen se volvió carne. Todo lo que era forma se volvió eco.

La mirada se transformó en tacto. En aliento. En zumbido. No observaba: me arrastraba por dentro de lo observado. Como si el ojo hubiese dejado de mirar hacia afuera. Como si ahora percibiera desde un centro que no estaba en mí. La percepción se desdoblaba. Una parte flotaba. Otra se enraizaba. Otra se incendiaba lentamente. Las cosas ya no eran cosas: eran pulsos, accidentes de una materia más profunda, más callada. El mundo no estaba hecho de cosas: estaba hecho de instantes rotos, de destellos que parpadean en la oscuridad sin llegar a ser nada fijo. Nada salvo ritmo.

Entonces ocurrió la disolución. No saber si lo visto era real. Si yo era parte de lo visto. Si lo que miraba desde dentro era una réplica. Si había alguien aquí, o si la belleza —esa fuerza sin dirección— me usaba como médium, como abertura. Lo falso brillaba más. Las formas artificiales eran más sinceras. El simulacro se volvía espejo, y el espejo, abismo. Y caí. Caí en una imagen que no mostraba nada. Caí en la evidencia de que todo lo que vemos está hecho con retazos del deseo. Que todo ojo quiere ver más de lo que puede. Que todo ver es exceso. Que mirar es amar lo que nos destruye con delicadeza.

Cerré los ojos. No para huir, sino para ver más. Allí apareció la otra luz. No la que ilumina, sino la que palpita detrás. Una negrura viva. Un territorio sin geometría. Lenguas que se arrastraban como raíces. Tiempos que no se sucedían. Animales que aún no han sido soñados. Una belleza cruda, vegetal, mineral. Una belleza prehumana. No imagen. No forma. Solo presencia vibrante. Lo que sangraba ahora era el centro mismo del silencio. No dolor. No gozo. Algo más primitivo. Algo que respiraba por mí, como si yo ya no estuviera, como si el cuerpo fuera apenas un pasaje para eso que no cabe en el cuerpo.

Y ya no hubo más palabras. Solo una especie de salmo partido. Como un lenguaje que había sido quemado por dentro. Como si el alfabeto se hubiera descompuesto en líquido. Las frases se disolvían. Los signos flotaban. El tiempo dejaba de ocurrir. Lo bello ya no quería ser bello. Solo quería permanecer, aunque fuera como residuo. Como bruma. Como zumbido de lo que se niega a morir. El texto ya no era texto. Era tejido. Era temblor. Era un párrafo interminable escrito con piel que no olvida. Un llamado sin destinatario. Una pulsación.

Ahora.
No hay nombre.
Ni figura.
Ni retorno.
Si sangra —y sangra—
es porque algo respira todavía
al fondo del ojo que no se cierra.
Allí donde todo comienza.
Otra vez.
Otra vez.
Otra
vez