Confesiones de un vagabundo en la estación de buses


La estación no tiene nombre. O si lo tiene, ya no lo retiene. Lo pronuncian altavoces vacíos como una burla mecánica, como una salmodia sin deidad. Es un lugar sin lugar. No se llega ni se parte: se cae en ella. Yo no soy el único. Pero yo soy el que permanece. Los otros transcurren, cruzan el vestíbulo con sus ojos prendidos a la idea de un destino, arrastran sus equipajes como si en ellos hubiese alguna prueba de haber sido alguien. Yo no cargo nada. Ni nombre. Ni prisa. Ni justificación. No espero el bus. Espero el momento en que el lenguaje me abandone del todo. Cada banco es una celda de tránsito. Cada reloj, un monumento a la repetición. Cada rostro, una máscara que se ha olvidado de su rostro.

No soy indigente. Soy residuo. De algo anterior. De un pensamiento interrumpido, de una promesa que no supo cómo formularse. Ya no hablo con la gente. No porque no quiera. Porque no sé. Las palabras se han convertido en piedras. No lanzadas: sedimentadas en la garganta. Duras. Impronunciables. Me limito a observar cómo cada conversación se repite con otras bocas, los mismos gestos, las mismas fórmulas, el mismo teatro. Como si el mundo estuviera escrito en bucle y cada sujeto repitiera un libreto que no leyó. Y yo, espectador sin butaca, me deslizo entre las escenas sin alterar el curso, como un ruido blanco que nadie escucha pero todos toleran.

A veces escribo. No para contar. No para recordar. Para demostrar que aún no he sido devorado del todo por la mudez. Pero escribir es apenas otra forma de vagabundear. Hay frases que llegan como latidos, otras como tropiezos. No tengo cuaderno. No tengo tinta. Garabateo en la humedad de los muros, en el reverso de un recibo, en los pliegues de la noche. Escribir sin lector. Sin fe. Sin sintaxis. Como se respira cuando uno ya no cree en el oxígeno. A veces intento nombrar lo que veo: un niño dormido sobre una maleta, una mujer que llora sin ruido, un guardia que bosteza mientras el mundo se deshace. Pero el acto de nombrar me traiciona. El lenguaje promete contención y entrega vértigo. Hay días en que todo lo que escribo se reduce a una palabra. "Ruido". Y luego la tacho. Como si eso bastara para exorcizar el exceso.

La estación, lo sé, no es un sitio. Es una forma del tiempo. Un tiempo sin sujeto. Un presente en estado de combustión, sin antes ni después. Aquí, los relojes no marcan la hora: la mienten. Y uno aprende a respirar al ritmo de ese engaño. Un vaivén sin rumbo. Un loop infinito de luces fluorescentes, pasos, anuncios, partidas, llegadas, partidas. La diferencia entre irse y quedarse ya no es perceptible. Es un problema de perspectiva, de ubicación física respecto al cuerpo. Yo, por ejemplo, no sé si me fui hace años y lo que queda es apenas un eco, un resto suspendido, o si jamás me moví y todo lo que vi partir fue parte del mismo espejismo.

He visto gente volverse estatua frente al tablero de rutas. No es metáfora. Gente que olvida cómo se camina, cómo se decide. Un tipo estuvo cinco horas de pie frente a la pantalla. Miraba los números como si esperara que uno de ellos lo absorbiera. Al final se fue caminando hacia el baño. Nunca volvió. O sí. Tal vez fue él quien me dio el pan anoche. No pregunto. Ya no. Preguntar implica esperar una forma de sentido, una voluntad de respuesta. Y lo único verdadero aquí es el desgaste. La erosión de lo nombrado.

Una vez, una mujer me habló. Me ofreció cigarrillos. Me dijo su nombre. Se sentó a mi lado y empezó a contarme su vida como si yo la hubiese solicitado. Me contó cosas que yo mismo podría haber dicho: que amó, que la traicionaron, que hubo un tren que no tomó y desde entonces todo se torció. Cuando terminó, me miró y me dijo: “Tú entiendes”. Yo no respondí. Porque no era necesario. Porque la confesión no buscaba consuelo, sino el eco. Desde entonces, la espero cada noche, aunque sé que no volverá. La estación no guarda nada. Todo se desvanece. Todo vuelve a su punto de fuga.

A veces llueve. Y la lluvia lo revela todo. No limpia. Revela. Los charcos son espejos deformados. Los techos gotean como heridas mal suturadas. El concreto se vuelve un cuerpo que suda. Me gusta la lluvia. Me vuelve parte de algo. De un flujo. De una cadencia. Como si el mundo, por un instante, se entregara a su tristeza sin remordimientos. Como si la estación dejara de fingir que es otra cosa que un inmenso útero de salidas no consumadas.

Hay noches en que no distingo si lo que vivo es real o si todo está ocurriendo dentro de una página que escribí hace tiempo. Una página que se repite. Que se niega a cerrarse. Tal vez esta frase ya la escribí. Tal vez tú, lector que no existe, ya la leíste. Tal vez esto no sea escritura sino repetición. ¿Y qué es escribir sino repetir con desesperación lo que nunca pudo ser dicho?

La estación, en su arquitectura invisible, se parece al lenguaje. Tiene entradas, pasillos, puntos de fuga, zonas muertas. Pero nunca un centro. Nunca un sentido fijo. Es un sistema de tránsito. Como una frase que se prolonga, que se dilata, que se pierde entre subordinadas y paréntesis hasta que ya nadie recuerda cómo empezó. Y aún así, sigue. Esa es mi forma de estar: subordinado a una oración que nunca cierra. No por estilo. Por naturaleza.

Hay algo en la forma en que el altavoz dice “último llamado” que me hace temblar. Como si fuera para mí. Como si llevara años escuchando esa frase sin saber que se refería a mi cuerpo. “Último llamado”. ¿Para qué? ¿Para volver a ser alguien? ¿Para reinsertarme en un discurso? ¿Para ser sujeto de nuevo? No. Lo dejé. Elegí otra forma. Más opaca. Menos noble. Pero más real.

No pido. No predico. No deliro. Solo estoy. A veces con los ojos cerrados. A veces con la mente vacía. He dejado de pensar en términos de futuro. No por resignación. Por precisión. El futuro no ocurre aquí. Ni el pasado. Solo el ahora que se estira como un chicle, como un soliloquio sin auditorio. Yo soy ese ahora. Esa página que nadie lee. Ese cuerpo que no figura en los registros. Ese nombre que no figura en los manifiestos.

Y si alguna vez soñé con ser escritor, fue por error. No por ambición, sino por necesidad. Pero descubrí que escribir no salva. Apenas retrasa. Apenas sirve para dibujar la forma del silencio. Lo que digo aquí no es literatura. Es mugre. Es eco. Es gesto. Una forma de no desaparecer del todo. Una forma de decir: estuve. Aunque nadie escuche. Aunque nadie quiera saberlo. Aunque el papel se pudra, aunque el lenguaje me traicione otra vez.

Y ahora, mientras cae la madrugada y la estación empieza a parecerse a una nave varada en el tiempo, me vuelvo un poco menos. Un poco más sombra. Un poco más frase suspendida. No me llamen. No me despierten. No intenten entender lo que escribí. No tiene sentido. No hay cierre. No hay redención. Solo esto:

Último llamado.
Y yo que ya no tengo a dónde ir.