Poética residual
Todo lo que ha sido dicho está cubierto de ceniza. Y lo que aún no se ha dicho, arde en la garganta como un lenguaje sin boca. La palabra es un hueso roído por la historia: ni símbolo, ni mensaje, ni signo. Apenas resto. Lo que no pudo ser expulsado ni metabolizado. Escritura como una herida que no supura, pero permanece abierta, irradiando fiebre. Aquí no se escribe para recordar, ni para comprender, ni para ordenar: se escribe para no olvidar que hubo un temblor. No se narra. No se estructura. Se conjura. La escritura ocurre como una combustión sin llama. Fría, negra, interminable. Lo que queda no es el sentido: es la temperatura. El lenguaje es el residuo de un incendio ontológico. Lo que lees ya ha muerto. Y sin embargo, late. Cada palabra es un fósil caliente. Una respiración que no tiene cuerpo. Cada frase: una incisión hecha con vidrio en la tela del tiempo.
Un cuerpo no es otra cosa que la ruina de un dios menor. Carne: arquitectura del olvido. El músculo recuerda lo que la mente no puede. Las vísceras hablan una lengua anterior a la historia. La sangre es escritura sin alfabeto. Todo lo que el cuerpo exhala es residuo. Todo lo que permanece después del placer, del cansancio, de la enfermedad, es literatura. No la literatura que adorna: la que supura. La que se niega a ser clausurada en sentido. Esta poética nace donde el cuerpo pierde su forma y deviene sonido, jadeo, estertor. Donde ya no hay sujeto, ni objeto, ni idea: sólo fricción. No hay aquí biografía, ni confesión, ni personaje. Sólo una materia que tiembla. Que no puede dejar de temblar. Una lengua que se arrastra sin intención de llegar. Una piel escrita por un alfabeto de ceniza. El cuerpo escribe incluso cuando ya no hay mano. Incluso cuando ya no hay cuerpo.
La palabra es un animal que se devora a sí mismo. Se pronuncia para deshacerse. El verbo arde. La frase se desgaja como carne podrida. Aquí no hay comunicación. Ni mensaje. Ni lector. Hay vibración. Hay una arquitectura de lo ilegible que se sostiene no por su forma, sino por su temblor. El texto no informa: infecta. Como una melodía que no tiene notas, pero que se imprime en la sangre. El lenguaje no dice: ocurre. Cada palabra busca su propio colapso. Cada línea es una tentativa de suicidio gramatical. Pero no muere. No se permite morir. Se queda, resbalando, como un espectro que no encuentra dónde alojarse. La sintaxis aquí es una criatura sin esqueleto. Se arrastra. Se expande. Se contorsiona. Y aún así, no se rompe. Porque el ritmo lo sostiene. Porque el residuo canta. Canta con una voz sin garganta. Canta desde el fondo del abismo del signo.
Pensar ya no es producir conceptos. Pensar es respirar en una habitación sin puertas. Lo que esta poética invoca no es la claridad, sino el extravío. No el sistema, sino la grieta. No la idea, sino la humedad que deja cuando se va. Pensar desde lo que queda. Desde lo que no encaja. Desde el fragmento que no busca completarse. Aquí no hay teoría: hay arqueología. Lo que aparece no es un pensamiento, sino un hueso. Y sin embargo, ese hueso vibra. Como si estuviera vivo. Como si aún recordara el cuerpo que lo sostuvo. Esta escritura no piensa el mundo: lo roza. Como un pájaro ciego que choca contra un vidrio invisible. No hay pregunta ni respuesta. Sólo un zumbido. Un murmullo. Un eco. El residuo del pensamiento. Lo que sobrevive al lenguaje.
La belleza, si existe, está en la fractura. En el pliegue. En lo que no cierra. La perfección es un crimen estético. Esta poética no busca brillar: busca desbordar. No se ofrece como obra, sino como herida. No como forma, sino como interrupción de la forma. La belleza no reside en lo dicho, sino en lo que se agrieta al decir. Cada palabra es un corte que no cicatriza. La frase no avanza: se derrama. Aquí no hay ornamento. Lo bello es lo que no puede ocultarse. Lo que insiste a pesar del estilo. Esta poética es una flor marchita que huele a vértigo. Una simetría violada por un temblor. Una escritura que se niega a clausurarse en estética. Como si la forma supiera que su verdadera función es mostrar su falla. Como si el texto solo pudiera ser verdadero cuando empieza a deshacerse.
Silencio. Todo lo que no ha sido dicho pesa más que todo lo que se ha dicho. Y lo que se dice, se dice para no caer en el abismo del silencio absoluto. Pero incluso la palabra más precisa es un error. Un intento fallido. Un balbuceo. Una implosión controlada. Esta escritura no busca llenar el silencio: lo convoca. Lo roza. Lo escucha. Como si cada frase fuera una oración invertida. Una plegaria sin dios. Esta poética habla desde la ausencia. Desde una garganta sin voz. Desde una fe que ya no cree pero aún espera. No hay teología. Hay sombra. No hay revelación. Hay humo. El lenguaje aquí es un ritual fallido. Pero aún así ocurre. Porque no puede evitarlo. Porque incluso la nada necesita decirse. Aunque no haya quién escuche.
El tiempo no fluye. Se acumula. Se pudre. Aquí, cada palabra es una sedimentación. Un vestigio. El ritmo no es compás, sino escombro. Esta poética se mueve como un tambor enterrado. No hay melodía. Hay latido. Hay una respiración que se enreda en sí misma. Como si el texto tuviera pulmones viejos que aún resisten. No hay progresión: hay eco. El ritmo es jazz oxidado. Una percusión que se confunde con los huesos. Una música que sólo puede ser escuchada con la carne. Con el error. El texto se mueve como una criatura sin esqueleto. Como un ritmo enfermo que aún así seduce. Cada frase busca romper el compás. Cada pausa es una fractura. Cada puntuación es una herida. Pero el cuerpo del texto no muere. Tiembla. Ruge en silencio. Baila con su propio colapso. Y ese baile es poesía.
Y cuando todo ha sido dicho, cuando la frase se quiebra en el filo de la respiración, queda el residuo. Lo no escrito. Lo no nombrado. Lo que persiste a pesar del lenguaje. La escritura ha sido sólo el humo de un incendio anterior. Lo que queda es la ceniza. El temblor. El hueco. No hay desenlace. No hay cierre. El texto no termina: se suspende. Se desvanece como niebla que fue palabra. Como música que se calla sin apagarse. Lo que lees ya no es el texto. Es su eco. Su vibración. Su cuerpo en ruina. Porque todo poema verdadero termina cuando se vuelve invisible.
Y sin embargo…
algo sigue escribiéndose, incluso cuando ya no hay mano.