El amor es un animal que no se doméstica


El amor no nació para ser explicado, ni amado siquiera. No se pliega ante los altares de lo nombrado ni camina por los rieles de lo humano. No tiene historia ni ley. El amor —eso que ocurre antes del verbo— no tiene párpado, no duerme. Es una criatura sin idioma, sin sombra propia, sin cuerpo domesticable. No puede ser dicho sin traicionarse. No puede ser contenido sin desfigurarse. Es anterior al lenguaje, pero posterior a todo lo demás. No es una emoción, ni un sentimiento, ni una elección: es una interrupción del mundo. Una grieta en la piel del día. Un relámpago que no pide permiso para arder en la espalda del que mira. Y eso que llamamos amor, con tanto decoro, con tanta moral, con tantos corazones dibujados al margen de los cuadernos de infancia, no es más que una jaula que olvidó su pájaro. Una palabra domesticada. Un rito estéril para aplacar el hambre de la bestia.

Pero el verdadero amor no se deja arrastrar por los significados. No cabe en una carta ni en un beso planificado. No se expresa. Estalla. Respira en las hendijas, en lo que no se dice, en lo que se escapa de la sintaxis. No construye: corroe. No acompaña: desgarra. No se adapta a la geometría del nosotros. Es un animal salvaje que no pide comida, pero exige cuerpo. Un animal que no se reconoce en el espejo de los amantes, sino en el temblor de la carne antes de tocarse. Nadie ama sin ser transformado en ruina. Nadie entra en el amor sin perder la forma, sin dejar en el suelo alguna parte del alma que no vuelve. El amor no tiene forma porque la rompe toda. No tiene tiempo porque devora al reloj. No tiene lógica porque es la fisura de la lógica. Se presenta sin rostro. Sin intención. Sin sistema. No llega. Acontece.

Y sin embargo, lo esperamos. Lo codificamos. Lo vestimos con símbolos. Le asignamos estaciones, le damos flores, le escribimos canciones con metáforas gastadas. Lo reducimos a fórmula: tú más yo, bajo un mismo techo. Pero el amor nunca ha sido aritmético. Es más bien una resta: de límites, de nombres, de ego. El amor es eso que no se construye, sino que nos destruye con delicadeza. Es un incendio que se oculta bajo la forma de una caricia. Una vibración que atraviesa el cuerpo como una lengua extranjera que nadie traduce. No es unión. Es exilio compartido. Es dos cuerpos que se encuentran porque no se entienden. Porque no pueden poseerse. Porque no tienen de dónde agarrarse y, por eso, tiemblan.

El amor no tiene rostro humano. No es compasivo. No es justo. No es leal. Es feroz. Es asimétrico. Es salvaje. No sabe de equilibrios ni de acuerdos. No pacta. No cede. No se justifica. El amor ama como el rayo cae: sin porqué, sin dirección, sin elegancia. Ama porque sí. Porque no sabe hacer otra cosa. Porque su existencia misma es el acto de desgarrar lo que se creía entero. El amor no cura, pero revela. No consuela, pero incendia. No explica, pero transforma. Nadie ama sin morir un poco. Sin olvidar su nombre en la boca del otro. Sin dejar de ser. Amar es dejar de ser para que algo ocurra que no se puede nombrar sin que se desvanezca.

Y entonces lo intentamos. Intentamos contenerlo, comprenderlo, diseñarlo, predecirlo. Hacemos de él un producto con instrucciones, un futuro con planes, una estructura. Le asignamos deberes, horarios, lealtades. Lo ponemos al servicio de nuestras expectativas. Pero el amor no sirve. No trabaja. No tiene vocación ni utilidad. Es un huésped inoportuno. Un parásito luminoso que entra por los ojos y se instala en la garganta. El amor se filtra por los intersticios de la razón, por las fisuras de los pactos, por las venas del lenguaje. Nada lo contiene. Nada lo administra. El amor no quiere ser vivido: quiere devorarlo todo.

Y cuando creemos que se ha ido, se repliega. Toma otras formas. Regresa. No en la persona. No en el recuerdo. No en la nostalgia. Regresa como sonido. Como olor. Como sombra. Como ausencia. Como eso que no sabemos nombrar, pero que estalla en la madrugada como un animal herido que no aprendió a morir. El amor es una presencia que no está. Una vibración que continúa. Una herida que no sangra, pero late. Lo sentimos en el cuerpo mucho después de que el cuerpo se haya ido. En la cama vacía. En la camisa arrugada. En la calle que ahora es solo una calle. En el silencio que tiene su respiración. En el eco de lo que nunca dijimos. El amor no termina. Se transforma en otra cosa. En sombra. En lenguaje sin voz. En escritura fantasma.

El amor no necesita ser correspondido para existir. Ni reconocido, ni celebrado. El amor simplemente ocurre. Como un relámpago. Como un temblor. Como una enfermedad sin diagnóstico. Nadie lo llama. Nadie lo decide. Nadie lo sostiene. Sucede y eso basta. Y si desaparece, no es porque se fue, sino porque ya se volvió parte de lo que somos. Como un animal que nos habita sin mostrarse. Que camina bajo nuestra piel. Que nos respira desde adentro. Que nos sueña cuando dormimos.

Porque el amor no es otra cosa que eso: una criatura que no se deja mirar de frente. Que no se deja tocar sin doler. Que no se deja nombrar sin romperse. Un animal que camina en círculos dentro de nosotros, buscando la salida, sabiendo que no hay salida. Un animal que no se deja domesticar. Ni por el cuerpo. Ni por el tiempo. Ni por la palabra.

Y aun así lo llamamos.

Y vuelve.

Aunque sepamos que va a destruirlo todo.

Aunque lo esté haciendo mientras leemos esto.

Aunque no vuelva nunca.

Aunque nunca se haya ido.