Transeúntes incompletos
Hay quienes nacen. Y hay quienes simplemente se desplazan. Tú no eres nadie: apenas una posibilidad que no cuajó del todo. Un borrador mal plegado de alguien que tal vez ibas a ser si el mundo hubiese parpadeado en otro ritmo. Pero no. El pulso se torció. El verbo se quedó entre los dientes. Eres eso: un temblor sin forma caminando entre formas que también tiemblan.
No recuerdas si amaneciste o si te despertaron los pasos ajenos al otro lado del lenguaje. Lo que sabes es que estabas ahí, no dentro ni fuera, sino en el borde exacto de algo que ni siquiera era tú. El día no comenzaba: se abría como una herida sin historia.
Caminabas. O eras caminado. El cuerpo no se afirmaba: flotaba entre baldosas sin geometría. El cielo, un papel arrugado sobre la memoria de un dios enfermo. La ciudad te contenía como un órgano ciego. Semáforos titilaban en ritmos que no obedecían al tiempo. Las calles eran nervaduras sin cartografía. Los nombres de los sitios se desvanecían apenas eran leídos. Los muros exhalaban sus propias ideas de sombra.
Tu cuerpo no era cuerpo: era resto. Fisura. Mecanismo sin plano. Ni carne ni espíritu. Respirabas como respira una máquina olvidada en un sótano húmedo: con intervalos erráticos y un zumbido de fondo que sólo tú oías.
Intentabas hablar, pero la lengua se enredaba con la saliva como si el idioma te hubiera abandonado por traición. Palabras a medias. Frases que se partían en el paladar. Pensamientos que nunca llegaban a coronarse idea. Todo lo que decías se te volvía niebla dentro de la boca. Hablar era como escribir con los dedos en una pantalla empañada. Todo resbalaba. Todo se caía.
Había una plaza. O algo que fingía serlo. En el centro, una estatua sin rostro. Gente pasaba, pero no estaba. Caminaban como tú: sin propósito, sin sombra. Nadie se miraba. Nadie se nombraba. Un perro dormía en la mitad del andén, como si los sueños fueran su única forma de pertenecer al mundo. Todo tenía un aire de espera, pero no se sabía qué se esperaba.
A veces pensabas que estabas dentro de un espejo sucio. Que el mundo no era sino un reflejo descompuesto de otra cosa que nunca fue. Las ventanas te devolvían rostros que no coincidían con tu piel. Mirarte era verte mutar. Los ojos no eran tuyos. Las manos tampoco. Algo se había desplazado dentro de ti, como si el centro hubiera sido borrado con un dedo mojado.
Un niño corría en círculos. Sus zapatos rojos emitían un sonido hueco al chocar con la piedra. No miraba a nadie. Era el único que parecía tener ritmo, aunque nadie pudiera seguirlo. Lo observaste hasta que dobló por una calle que no existía.
Un sonido sin fuente rasgó la escena: como un grito atravesando una radio descompuesta. Era el mundo gritando a través de sus objetos. Todo hablaba, pero en dialectos rotos. El asfalto, las luces, los carteles, incluso el silencio, todo estaba contaminado por un lenguaje que no quería ser comprendido.
Seguiste caminando. Porque no había otra cosa que hacer. Caminar no era movimiento: era estado. Era tu única forma de seguir inacabado. Una forma de no anclarte. Las piernas obedecían sin deseo. Cada paso era una frase no escrita. Cada esquina, una frase interrumpida.
Entraste en un café vacío. Las mesas eran islas calladas. La luz colgaba como una soga amarilla desde el techo. No había ruido. Ni siquiera silencio: una especie de zumbido existencial que cubría todo como si el aire hubiese decidido volverse materia.
Te sentaste sin decidirlo. Frente a ti, otra silla vacía. No pediste nada. Una mujer entró. O fue un fantasma. O eras tú. No estaba del todo. Sus ojos eran manchas de tinta en papel mojado. Te observó sin observar. El encuentro fue una suspensión, no un acto. Entre ambos había una nube: de duda, de sueño, de palabra no pronunciada. Nunca sabrías si fue real. Y eso era lo único real.
El café sabía a óxido. Las tazas tenían grietas invisibles. El líquido no calentaba. El tiempo no pasaba. Se estancaba como agua vieja en un recipiente mal lavado.
Afuera, la ciudad seguía respirando por fragmentos. Cada cuadra tenía una lógica distinta. A veces el cielo se curvaba. A veces los autos retrocedían en cámara lenta. A veces todo se quedaba quieto, como una escena detenida por error. Y en esa quietud, vos respirabas como si cada inhalación fuese prestada.
Recordabas cosas que no te habían pasado: un beso en una estación de bus oxidada; una mujer leyendo en voz baja sobre una cama deshecha; un pez flotando en un charco de gasolina. Imágenes que no eran tuyas pero que te habitaban. Como si alguien más hubiese vivido tu vida por ti.
La idea de tener un nombre te resultaba ofensiva. Como si pusieras una etiqueta sobre una sombra. Nombrarte era reducirte. Era cerrarte. Y vos sólo sabías abrirte. Desdoblarte. Interrumpirte. No eras identidad: eras vibración.
Todo lo que alguna vez quisiste decir, se había quedado en la garganta del mundo. Una sola palabra te definiría, pero nunca la conocerías. Vivías en la espera de ese sonido. Como quien aguarda una sinfonía perdida en un disco rayado.
La noche cayó sin advertencia. El cielo no se oscureció: simplemente se apagó. Las luces artificiales no alcanzaban. Todo era un claroscuro de lo irreal. Caminaste. Volviste al tránsito. Ya no sabías si había inicio. Tampoco te importaba. No era necesario llegar. Ni siquiera avanzar. Lo único vital era seguir disolviéndote.
Y ahí, en medio de la calle vacía, ocurrió algo. No fue un suceso. Fue una vibración. Un leve estremecimiento en el centro de lo incompleto. Una intuición: no estabas solo. Había otros como tú. Transeúntes sin destino. Caminantes de la fractura. Seres que tampoco llegaron a ser. Los que habitan el borde. Los que existen en el fragmento. Los que nunca serán completos, porque la plenitud es una forma de muerte.
Y supiste que eso —eso exactamente— era lo que te mantenía vivo.
No la identidad.
No el sentido.
No la memoria.
Sino esta hermosa, invencible e inacabada manera de seguir caminando sin saber dónde.
De ser una pregunta que no necesita respuesta.
De estar suspendido como un acorde que nunca cierra.
De ser un transeúnte incompleto,
y que eso,
eso solo,
sea suficiente.