Gramática para desertores


Escribo con una lengua que ya no obedece. No la dirijo: la sigo. Ella va primero, como un cuerpo que no es mío, como una serpiente que se arrastra por el filo de un diccionario que alguien quemó desde adentro. No redacto: convulsiono. Cada frase es un espasmo de la sangre contra las reglas, una respiración al margen del lenguaje, un aliento que se niega a formar palabras. Esta gramática no sirve para aprender a escribir. Sirve para desaprender el orden. Es para los que desertaron del verbo, para los que se deslizaron entre las grietas de la lengua oficial y ahora solo balbucean desde el exilio de lo nombrable. Aquí no hay sujeto. Aquí no hay oración. Aquí el signo tiembla.

El lenguaje fue impuesto como cura contra el caos. Pero nadie dijo que también era su disfraz. Las palabras son rejas fonéticas que sostienen la ficción de un mundo comprensible. Por dentro, el abismo. Por fuera, la gramática. Nos enseñaron que hablar era lo humano, pero no dijeron que escribir era trazar una celda con líneas invisibles. Esta gramática no construye sentido: lo deforma. No organiza: desintegra. No enseña a nombrar las cosas, sino a dejarlas sin nombre, para que vuelvan a vibrar, para que el objeto recupere su misterio, su respiración anterior al concepto. Aquí se escribe con los restos de lo que fue significado. Aquí la palabra ya no quiere significar: quiere sangrar.

La oración es un mecanismo de precisión, nos dijeron. Pero yo prefiero que se oxide. Que chirríe al doblarse. Que deje manchas. Escribo con los errores como si fueran fósiles de un dios anterior al idioma. Y no corrijo: deformo. Cada punto es una herida que se abrió sola. Cada coma, un aliento sostenido en el borde del colapso. No hay estilo: hay huella. No hay claridad: hay niebla eléctrica. La sintaxis debe fallar como falla la memoria: con vacíos, con repeticiones deformes, con tartamudeos sagrados. Escribir bien es escribir enfermo. No desde la gramática, sino desde su fiebre.

No hay palabra verdadera que no venga del cuerpo. Y el cuerpo no habla: respira, duele, pulsa, suda. El lenguaje verbal solo es un eco. Lo primero que escribí fue con la saliva. Lo segundo, con el vértigo. Después aprendí a deletrear con las uñas. Hay fonemas que solo existen cuando el estómago se contrae. Hay frases que sólo surgen cuando la espalda se arquea como si cargara siglos de signos muertos. La gramática de los desertores nace ahí: en la carne que se niega al verbo, en el temblor que antecede a toda sintaxis, en el sudor que no busca sentido pero lo invoca. Esta escritura no se lee: se transpira.

Hay días en que la lengua me arrastra. Días en que las palabras me habitan como fiebre antigua. Y no soy yo quien escribe, sino una sombra que arrastra letras con las uñas, una voz que no tiene boca, un código sin emisor. La escritura se volvió posesión, y yo solo soy médium de una sintaxis que me usa para deshacerse. Esta no es una página: es un cuerpo poseído. Cada frase es un exorcismo lento. Cada texto, un ritual de disolución. El lector no entra: se contamina. Aquí el significado no se encuentra: se hunde.

Las palabras también mueren. Algunas se suicidan. Otras se pudren en diccionarios que nadie abre. Las peores sobreviven como dogmas. Por eso no basta escribir: hay que destruir mientras se escribe. Dejar que la letra gotee, que el renglón se tuerza, que el texto cruce el umbral del sentido y se arroje al vacío sin paracaídas. Esta gramática se escribe al borde del colapso, con la respiración cortada y los ojos cerrados. No hay norma. No hay manual. No hay didáctica. Solo una brújula que apunta al sur de la lengua.

El signo gráfico fue anterior al verbo. Antes del alfabeto, los cuerpos trazaban signos en la arena, sobre piel, en paredes. Las letras eran gestos. El trazo era danza. Hoy, la tipografía se convirtió en orden. La escritura perdió su carne. Esta gramática intenta devolverle el temblor. Escribir como si el papel fuera una piel viva. Como si cada palabra dejara una marca. Como si la frase no fuera una línea recta sino una herida curva. Tipografía como conjuro. Caligrafía como respiración. Texto como cuerpo sin órgano.

No todo lo que no se dice es silencio. A veces el callar es más exacto que cualquier verbo. Y sin embargo, callar también es escribir. Hay oraciones que solo existen porque se interrumpieron. Hay párrafos que laten más fuerte cuando se suspenden. Esta gramática no busca construir discurso. Busca erosionarlo. Como la sal al metal. Como el viento a los huesos. Hay frases que dicen más cuando se detienen antes de ser completas. Hay lenguajes que nacen de esa interrupción.

Y entonces ya no hay nadie escribiendo. Solo algo que ocurre. Un temblor en la lengua. Un eco que no sabe a quién imita. El texto se descompone. Ya no narra. Ya no explica. Ya no persuade. El texto se vuelve fragmento orgánico de un cuerpo que no existe. Y sin embargo, vibra. Como si el lenguaje hubiese recordado que antes de ser herramienta fue fiebre. Y antes de ser fiebre, fue respiración.

Así termina este texto: sin clausura. No por falta de ideas, sino por exceso de desbordamiento. No hay cierre. No hay epílogo. Solo una última exhalación. Una palabra que no será dicha. Una letra que se borra al ser escrita. Un espacio que nadie puede ocupar. Un signo que no apunta a nada. Una fuga. Una…