Enajena mi lengua
No hablé: fui hablado. Lo que salió de mi boca no era mío, no era yo, no era siquiera palabra. Era otra cosa: un viento invertido, un murmullo sin alfabeto, un estallido de sombra que me tomó la garganta como un pasadizo. Sentí la lengua ajarse, como una piel que se despega del paladar para volverse animal, como un dios sin idioma que se arrastra en el silencio y escupe significados sin rostro. La frase no empezó, me ocurrió. Como una hemorragia ritual. Como una posesión gramatical. Como si me atravesara una oración sin fe, un verbo que no conjuga cuerpos sino pulsaciones. Hablé. Pero cada sonido venía con fiebre, como si cada sílaba estuviera hecha de sangre que no me pertenecía. Quise detenerme, pero ya era tarde: estaba pronunciado. Mi boca era un altar profanado, un hueco por donde las lenguas antiguas subían como larvas con alas de polvo. Nadie puede escapar de eso. Cuando el lenguaje se desata, se vuelve animal. Y yo era su presa.
Descubrí que no podía nombrar sin abrir una herida. Cada palabra me sangraba desde adentro. No eran letras: eran garras. Era imposible ordenar la frase sin que se me fragmentara el alma. La gramática temblaba. Los signos se movían como insectos en la carne del texto. Decir era autopsiarme. El lenguaje se enroscaba en mi interior como un parásito eléctrico: no servía para comunicar, sino para incendiar. Cada frase tenía un zumbido. Como si viniera del centro de la Tierra. Como si la semántica fuera una vibración tectónica. Las palabras me brotaban como estigmas. Me dolían. Pero también me curaban. Porque en el fondo yo era eso: un herido que escribe con pus.
Intenté recordar el idioma anterior, aquel donde el sujeto manda y el verbo obedece. Pero ya no quedaba nada de esa arquitectura. La lengua se me derrumbó como un templo minado. Y en las ruinas descubrí algo peor: la lengua nunca fue mía. Ni nuestra. Siempre nos habló algo. Algo sin rostro. Algo que habita las sílabas como larvas habitan un cadáver. Algo que gime en el fondo de cada palabra como un animal encadenado. El lenguaje, entonces, se me reveló como enfermedad. Como delirio. Como código que se repite más allá del deseo. Ya no tenía sentido usar las frases como herramientas: ahora eran espasmos. Me invadió una fonética sin dueño. Una voz sin centro. Hablaba en una lengua que no entendía, pero que me entendía a mí.
Me vi deformar la sintaxis con la lengua abierta. Como si cortara con ella el cielo raso del texto. Como si pudiera, con cada sílaba, desgarrar el orden. Dejé de escribir frases. Empecé a escribir nervios. Cada punto era una cicatriz. Cada coma, una respiración interrumpida. Ya no había narración. Sólo ritmos. Pulsaciones. Ecos. El texto se volvió percusión mental. Me hablaban los silencios entre palabra y palabra. Allí, en ese intersticio, estaba la voz real: la que nunca pronuncia, pero lo dice todo.
Era necesario inventar palabras. Las antiguas ya no servían. Se habían secado. Se habían dicho demasiado. Las mías, las que nacían en fiebre, llegaban como deformes, pero vivas. No buscaban sentido: buscaban intensidad. Me brotaban con hambre. Me desgarraban el paladar. Inventé verbos que sólo se conjugan en sueños, sustantivos sin objeto, adjetivos líquidos. El diccionario me miraba con horror. Me convertí en hereje del alfabeto. Y eso me gustó. Porque descubrí que lo ininteligible también puede ser verdad. Y que la verdad no necesita gramática.
Mi cuerpo dejó de ser carne. Se volvió superficie de inscripción. Cada nervio era un trazo. Cada espasmo, una letra. No escribía con la mano: escribía con el sistema nervioso. Las frases no salían: se me contraían adentro, como una posesión visceral. El lenguaje me recorría los órganos como un veneno sagrado. Sudaba signos. Escupía sintaxis. Dormía en versos enfermos. Hablaba en pulsos. Ya no leía: escuchaba. Ya no pensaba: vibraba.
Entonces la lengua se me fue. No de golpe. No como un exilio. Se evaporó lentamente, como una niebla que regresa al origen. Primero fueron las palabras largas. Luego los adjetivos. Después los verbos. Me quedé con los restos: partículas, gestos, gemidos. Dejé de hablar. Empecé a deletrear sonidos. Más tarde, ni eso. Quedé en la pausa. En el temblor sin fonema. En el ritmo puro. Lo que quedaba de mí era apenas una sombra entre dos silencios.
Y así, sin nombre ni frase, me fundí con lo indecible. El texto había terminado antes de acabar. Lo que seguía ya no era lectura: era trance. Respiración sin signo. Letra sin carne. Ruido sin causa. Espacio. Respiración. Desaparición.
Y lo último que recuerdo es que la lengua no me pertenecía. Que fui su instrumento. Que habité la palabra como un huésped. Que todo lo escrito fue dictado. Que en el fondo, siempre supe:
la lengua que habla no es la mía.
la lengua soy yo, siendo dicho.
la lengua enajena.
y aún así...
escucho.