El azar de las formas que no existen
No hubo señal, apenas un retardo ínfimo en la duración del instante, como si el tiempo hubiese olvidado completarse. Una calle cualquiera, pasos mecánicos, edificios desdibujados por el vaho de una tarde sin historia, y sin embargo —en esa quietud vulgar— se filtró algo. No una imagen, no una idea, sino una desviación del ritmo, una disonancia sin origen. Fue como si todo se quedara levemente suspendido, como si el mundo —esa coreografía de certezas, asfalto, semáforos, cuerpos programados— tartamudeara. Y no era el mundo lo que temblaba: era la costumbre de habitarlo. Se respiraba una ausencia que no se podía nombrar, pero que parecía envolverlo todo con una precisión más exacta que la realidad misma. Como si lo real hubiese sido desplazado por una sombra que no proyecta forma, por un latido que no proviene de ningún cuerpo.
No fue revelación ni epifanía: fue una pérdida de ajuste. Algo no encajaba. Algo que jamás estuvo presente comenzaba a imponer su ley, su presencia impalpable, su forma sin forma. Lo que no existe se instalaba en el centro, desplazando todo lo demás hacia una orilla sin sentido. Y en ese borde se comprendía —sin necesidad de pensar, sin lenguaje— que lo visible es apenas una máscara obediente, un decorado dócil frente a la amenaza constante del no-ser. Las cosas, todas, comenzaban a mostrar su verdadera sustancia: vibraciones de una nada organizada, danzas huecas de sentido, arquitectura de la posibilidad que nunca fue.
El azar no es accidente ni caos: es el orden secreto de lo que se rehúsa a ser. No hay necesidad en su lógica, pero tampoco arbitrariedad. Las cosas que no existen no responden a un porqué: simplemente insisten. No son inventadas, no son imaginadas, no son negadas: simplemente no están, y sin embargo condicionan todo lo que está. No hay forma de comprobarlas, pero su ausencia modifica el color de los objetos, el grosor de las palabras, la profundidad del silencio entre dos miradas. Son lo que no se dice en las frases más honestas. Lo que queda después del gesto. Lo que se escapa en el momento exacto del deseo. Lo que no llegó, pero dejó marcas.
La percepción no las capta, pero se curva hacia ellas como si las presintiera. El ojo no las ve, pero las sufre. La mente no las entiende, pero las repite, como un eco sin origen. No hay ciencia que las codifique, ni arte que las contenga, ni dogma que las disuelva. Habitan un pliegue previo al nombre, una dimensión sin geometría. Se manifiestan como errores que fundan sentido. Como una música escrita con pausas, como una arquitectura de omisiones, como un cuerpo sin tacto que nos toca desde dentro. No están más allá, ni más acá: están debajo, alrededor, entre. Son el espacio entre dos notas, el hueco que sostiene la estructura, la ausencia que da forma al deseo.
Y sin embargo, cuando uno intenta fijarlas, desaparecen. Si uno las nombra, se transforman. Si uno las busca, se niegan. Pero no lo hacen por crueldad, ni por misterio. Su naturaleza es la disolución. No resisten la forma, no toleran el encierro del concepto. No son algo que pueda conocerse: son algo que ocurre, que se manifiesta por omisión, que persiste en el pliegue de todo lo demás. Lo que no existe no está vacío: está cargado de potencia. Es una herida luminosa en el tejido de lo posible. Un error que sostiene la ecuación. Una grieta que permite respirar al lenguaje.
Su azar no interrumpe el orden: lo funda. Lo organiza sin patrón, sin cifra, sin lógica. Como si todo —desde el nacimiento de una estrella hasta el parpadeo de un insecto— estuviera guiado por una música que no se oye, por un compás sin tiempo. Las cosas que no existen no se oponen a lo real: lo contienen, lo deforman, lo empujan hacia su límite. No son lo otro: son el exceso. Son la parte que no encaja, pero sin la cual el todo se desarma. No existen como entidades: existen como tensión. No son cosas, son condiciones. No son cuerpos, son afectos. No tienen historia, pero fundan el presente con una contundencia que lo visible jamás alcanza.
Uno podría pensar que son nada. Pero la nada no es la ausencia de todo. La nada es una forma superior del ser. Es lo que respira cuando el mundo calla. Lo que permanece cuando las palabras se retiran. Lo que nos sostiene cuando el suelo desaparece. Las cosas que no existen no están vacías: están más llenas que cualquier objeto. Su densidad se mide en posibilidades. En lo que aún no ha ocurrido, pero podría. En lo que jamás ocurrirá, pero afecta. Son el temblor de lo inminente sin futuro. Son el reverso del recuerdo. Son lo que interrumpe sin llegar. Lo que acompaña sin presencia. Lo que pesa sin materia.
Y ahí, en esa tensión entre lo que pudo ser y lo que nunca será, habitamos. No como sujetos estables, no como entidades fijas. Habitamos como efectos de una ausencia. Como residuos de algo que no llegó a formularse. Como palabras que no alcanzaron a pronunciarse. Somos borde. Somos pliegue. Somos el eco de una idea que no fue dicha. Y sin embargo seguimos. Respiramos. Amamos. Caemos. Soñamos con cosas que jamás existirán. Construimos casas en territorios que se desvanecen. Hablamos con nombres que no pertenecen a nadie. Nos tocamos con manos que no alcanzan. Porque lo que nos une no es la existencia: es su posibilidad. Lo que nos sostiene no es el mundo: es el hueco que lo rodea.
El azar de las cosas que no existen no es un error del cosmos. Es su latido más hondo. Su respiración más fiel. Es lo que impide que el universo se clausure. Lo que garantiza que algo aún pueda ocurrir. Lo que mantiene abierto el tiempo. Y aunque no sepamos nombrarlo, aunque no podamos atraparlo, aunque no podamos explicarlo, ese azar nos mira. Nos roza. Nos escribe desde un lugar donde no hay forma, ni sonido, ni palabra. Pero sí una certeza muda. Una certeza sin dueño. Sin objeto. Sin respuesta.
Ese lugar que no existe.
Ese lugar donde ocurre el azar.
Ese lugar donde, a veces —sin saber cómo— respiramos.