Un corte leve en el flujo de sentido
Hoy me abrí. No como se abre una flor obediente al sol ni como se abren los brazos en domingo, sino como se abre una fractura en la madera vieja de una casa mal construida, un desgarro mínimo pero irreversible, apenas perceptible, casi silencio, pero lo bastante profundo como para que por ahí entraran cosas que no sabía que existían, ni que buscaba, ni que temía. Me abrí por error, por fatiga, por exceso de conciencia acumulada. Y al abrirme, se desplomó el andamiaje del mundo. No hubo fuego, ni derrumbe glorioso, ni revelación en tecnicolor. Solo una vibración sorda, un temblor sin epicentro, un zumbido en el fondo de la mirada como si los objetos se supieran por fin descubiertos en su farsa. Todo se torció sin retorcerse. Todo se desplazó un centímetro hacia el absurdo. La taza, el techo, el reloj. Yo. Como si un leve desfase en la mecánica del sentido hubiera desplazado el eje mismo de la realidad, y ahora respiráramos todos con una pequeña disonancia entre costilla y vértebra. No es que el mundo haya dejado de tener sentido. Es que ahora el sentido se escurre entre los dedos, como sudor en la palma de una mano que intenta aferrarse al viento. Y hay que aprender a respirar en eso.
Las palabras comenzaron a moverse. Ya no venían a mí como herramientas dóciles, sino como ruidos autónomos, entidades que me habitaban sin permiso. Decía “luz” y sentía metal oxidado. Decía “yo” y aparecía una sombra húmeda sin contorno. El lenguaje se había desprendido de mi lengua como la piel de una fruta podrida. Se volvió pura superficie, sin promesa. Quise nombrar algo, cualquier cosa —el día, el dolor, el pan—, pero cada sílaba era una trampa, un eco de lo que ya no era, una especie de jaula semántica que flotaba sin víctima. Aprendí, a la fuerza, que el mundo nunca estuvo hecho de cosas, sino de resonancias, y que el lenguaje no sirve para apuntar: sirve para temblar. Me dejé caer entonces en el balbuceo como quien se deja caer en un río subterráneo, sin mapa, sin nombre, sin siquiera saber si hay orilla. El sentido se convertía en una música no escrita, un ritmo que no podía ser contado pero que latía, latía, latía detrás de todo. Como si el universo estuviera tocando una batería invisible con la respiración.
El cuerpo tampoco ayudaba. Se volvió una criatura extraña, un animal sin amo. Mis manos se tocaron entre sí como si no me pertenecieran. Mi boca se llenaba de sabores que no estaban. Mis piernas me llevaban a habitaciones donde el aire se doblaba en sí mismo. Empecé a percibir con zonas de mi piel que antes eran solo piel: la nuca, los hombros, el hueco detrás de la rodilla. Mi sistema nervioso se convirtió en un enjambre que zumbaba sin dirección, como si se hubiera emancipado de mí. Vi mis propias lágrimas como gotas que no sabían llorar, solo caer. Y entonces comprendí: no era una pérdida. No era una herida. Era una forma nueva, radical, sensorial, de estar sin comprender. El sinsentido no era un vacío, era una densidad insostenible. Era el sentido vuelto materia, compactado hasta volverse ilegible. No era ausencia de explicación, era exceso de mundo. Sentía todo a la vez. Y ese todo me rozaba por dentro como si cada órgano tuviera párpados.
La lógica se quebró como un hueso mal calcificado. El tiempo dejó de seguir su marcha de calendario. Ahora avanzaba en espasmos, en círculos, en olas. Recordaba cosas que no viví. Soñaba recuerdos que no eran míos. Entraba a una habitación y sentía que ya había muerto ahí. Veía un espejo y no sabía si el reflejo estaba imitándome o burlándose. Todo lo que antes estaba sujeto por una cadena invisible —causa, efecto, razón, consecuencia— ahora colgaba de hilos sueltos, de pretextos sin centro. Me senté frente a una silla y la miré durante horas, sin saber si era un objeto o un símbolo de la espera. La silla era más real que cualquier palabra que pudiera usar para describirla. Quise escribir sobre eso, pero la página me devolvía su blancura como un insulto. Así entendí que no había nada que decir. Solo había que estar. Como quien mira un incendio y no lo apaga. Como quien respira dentro de una grieta y descubre que ahí también hay oxígeno.
Todo adquirió un lenguaje sin gramática, una sintaxis de espasmos. El sinsentido no era enemigo del orden, era su reverso íntimo. Una forma de conocimiento sin pedagogía. Una epifanía sin altar. Me convertí en testigo de un mundo que no pedía ser entendido, solo mirado con los ojos abiertos de una piedra. Comencé a hablar en frases incompletas, a pensar en líneas torcidas. El pensamiento se volvió cuerpo. El cuerpo se volvió onda. La onda se volvió espera. La espera se volvió suspensión. La suspensión se volvió música. Una música tan sutil que solo podía oírse desde el último rincón de la garganta. Me callé. No por miedo. No por mística. Sino porque el silencio era lo único que no mentía.
Y entonces ocurrió. No algo. No un evento. Sino el corte. Un corte leve. Ínfimo. Apenas una pulsación entre dos latidos, una pausa entre palabra y palabra, una grieta casi microscópica en el tejido mismo de lo real. Lo sentí como se siente una hebra de frío cruzar la espalda. No era el final de nada. No era el inicio. Era el corte. Un instante que interrumpe, no para cambiar el rumbo, sino para revelar que no lo hay. Un respiro entre el vértigo. Un pliegue sin reverso. Me quedé ahí, flotando en ese espacio sin suelo ni cielo, con el cuerpo suspendido por hilos de preguntas rotas, con la lengua llena de palabras que no querían nacer. No quise volver. No supe cómo. Me convertí en ese mismo corte. En la línea fina por donde el sentido se escapa. En la pausa que hace el mundo antes de fingir que sigue. En el resplandor último antes de que la lámpara estalle.
Nada más ocurrió.
Y eso fue lo que ocurrió.
Una pausa.
Una respiración.
Un corte.
Leve.