La incandescencia de lo innombrable


No hubo advertencia, ni presagio. Lo innombrable no entra como un ángel, ni como herida: arde. Sin previo, sin metáfora, sin historia que lo preceda. Se despliega. No como revelación, sino como fisura. Un zumbido denso, una presión en la nuca, un temblor debajo de la lengua. No sé si era la ciudad o yo, pero algo comenzó a derretirse desde adentro: las palabras. No las dichas, sino las anteriores, las no pronunciadas, las que viven detrás del hueso, donde el pensamiento aún no ha sido contaminado por el sentido. Y allí empezó. No el fuego, sino la memoria del fuego. Una forma de ardor sin llama, un resplandor sin luz, una sensación que no nace en los nervios sino en el lenguaje cuando comienza a pudrirse.

El aire no cambió, pero dejó de obedecer. Cada objeto se deformó apenas: no en su forma, sino en su significación. El cartel ya no era publicidad; era código. El rostro del mendigo no pedía: advertía. El semáforo no ordenaba el tránsito; dictaba sentencias invisibles. Una trama de signos comenzó a revelarse en cada pliegue del mundo, como si alguien hubiese rasgado el decorado para dejar asomar otra sustancia más densa, más arcaica, más parecida al origen. No era mística, ni visión: era una modulación perceptual. El mundo persistía, pero su latido era otro. El tiempo se volvió líquido. Las esquinas no conducían a otras calles, sino a variaciones del mismo abismo. No era locura: era hiperlucidez. Una forma de ver sin los ojos. De escuchar sin orejas. Una inteligencia anterior al pensamiento. La carne comprendía.

Y me supe transitado por algo que no era mío. El cuerpo respiraba, pero cada inhalación era una intrusión. Yo no era el que se movía; era movido. Por dentro pasaban cosas que no tenían nombre, ni imagen, ni historia. Sólo un calor. No ese calor físico que puede medirse, sino uno más profundo, que nace cuando el lenguaje se resquebraja y deja filtrar lo que no se puede nombrar sin morir un poco. Lo innombrable no es lo que no tiene nombre: es lo que destruye todos los que se le acercan. No es misterio: es exceso. Una sobrecarga del mundo que no cabe en su forma. La incandescencia no es iluminación: es ruptura. No muestra: fractura. Es el lenguaje queriendo nacer otra vez, pero sin reglas, sin cuerpo, sin gramática.

Caminaba. No por las calles, sino por zonas de silencio. No silencio como ausencia de sonido, sino como espacio donde el ruido se agota y comienza otra frecuencia. Una vibración más baja, más lenta, como si cada paso fuera un eco de algo anterior al paso. No buscaba nada. No podía. Porque allí no se busca: se es hallado. Una esquina. Un charco. Y el reflejo no era mío. O sí, pero otro. Un yo que no recordaba haber habitado, pero que ahora me miraba con la furia de lo no vivido. Me miraba como si yo fuese el impostor, como si él fuera el verdadero, y yo apenas una versión narrativa de algo que no se puede contar. El agua temblaba, no por el viento, sino por la imposibilidad de contener ese reflejo. Todo lo visible era inexacto.

Y entonces ella. No como aparición, sino como interrupción. No entró a la escena: la rompió. No caminó: desgarró. No habló: se impuso. Su cuerpo no era cuerpo: era campo magnético. No tenía edad, ni rostro, ni género exacto. Pero era. Sin duda. Era como el fuego que arde sin consumir. Como la imagen que no representa, sino que ocurre. Me miró —sin ojos, o con demasiados— y la mirada fue una quemadura. No dolorosa. Más bien como una pérdida. Una amputación de todo lo que creía saber. Fue allí cuando comprendí —no con la mente, sino con esa región donde la conciencia todavía no ha sido domesticada— que lo innombrable no es una idea: es una presencia. Una forma de estar que no necesita ser entendida. Una vibración pura. Una densidad sin forma. Una encarnación sin cuerpo.

Volví a caminar. Pero no era regreso. Era despojo. Ya no era el mismo. Lo que antes llamaba realidad se volvió decorado. El mundo, maqueta. El lenguaje, artificio. Todo estaba aún allí —los automóviles, los árboles, los mendigos, los anuncios—, pero se habían vuelto signos gastados. Como si hubieran cumplido su función y ahora flotaran, sin gravedad, esperando ser olvidados. El fuego seguía. No afuera: dentro. No quemaba piel, sino estructura. Me deshacía de las categorías, de los nombres, de los límites. El yo se volvió transparente. La conciencia, porosa. El pensamiento, una niebla. No había guía. No había método. No había regreso.

Y en ese derrumbe comencé a amar. Pero no a alguien. No a mí. Ni siquiera a la vida. Sino a eso que ocurre cuando el lenguaje se rompe. Ese instante previo a la forma. Ese temblor que no sabe todavía si será imagen, sonido, dolor o canto. Lo amé como se ama una fiebre que purga. Como se ama una visión sin explicación. Lo amé sin saber por qué. Porque sí. Porque estaba allí. Porque me invadía. Porque me volvía otro. Porque me devolvía al mundo, pero sin mundo. Al lenguaje, pero sin palabras. A la existencia, pero sin forma. Porque esa es la incandescencia: no la llama. No el calor. No la luz. Sino el temblor anterior a todo eso. El momento exacto donde el nombre va a ser dicho pero se detiene. El intervalo. El umbral. La vacilación sagrada.

Y ahora, mientras escribo esto —si es que escribir todavía tiene algún sentido después de lo ocurrido—, siento que las palabras ya no me obedecen. No las busco: me arrastran. No las pienso: me piensan. No las uso: me usan. Cada frase es un riesgo. Cada punto, una traición. Cada metáfora, un intento desesperado por atrapar aquello que no quiere ser atrapado. Pero sigo. No por esperanza. Ni por destino. Sino porque hay algo en el acto mismo de escribir —cuando se hace desde el borde, desde la fractura, desde el delirio lúcido— que se parece a lo innombrable. No lo nombra. Pero lo invoca. Lo llama sin llamarlo. Lo toca sin tocarlo. Lo roza con el aliento de lo imposible.

Y sé que no podré volver. Porque el que vuelve ya no es el mismo. Porque el que cruzó esa línea invisible ya no puede vivir como antes. Todo lo que toca, lo quema. Todo lo que dice, lo tuerce. Todo lo que ama, lo extravía. Y sin embargo, permanece. No como certeza. No como visión. Sino como llama secreta. Como herida que respira. Como palabra que aún no ha sido dicha, pero que tiembla, temblará, siempre, en la garganta del mundo.