Luces cegadoras


El día que abrí los ojos, la luz no me dio la bienvenida: me expulsó. Entré al mundo como si cayera por una rendija rota del cielo, directo a un asfalto que respiraba imágenes. No era un nacimiento: era una sobreexposición. Todo brillaba antes de tener forma. El aire ardía, cargado de partículas visuales que zumbaban como insectos radiactivos. Una ciudad sin sombra me lamía con su lengua de cables, pantallas y vitrinas que no reflejaban nada, sólo escupían promesas que nadie escuchaba. El mundo no era visible: era una coreografía de signos afásicos, un evangelio sin palabras. Caminé, o fui arrastrado, o soñé que me desplazaba entre cuerpos que no miraban, sino que proyectaban luz desde sus pupilas vacías. Cada rostro era una máscara retroiluminada. Cada esquina, un altar de oferta visual. No había noche ni parpadeo: sólo una luz sin alma, ubicua, impersonal, que no iluminaba sino que me abrasaba la conciencia como una lupa sobre una hormiga moribunda. El ojo, en lugar de recibir, devolvía. La mirada se volvió una herida abierta donde entraban más cosas de las que podía nombrar. Todo estaba encendido, pero nadie estaba despierto.

Y yo, criatura de pestañas rojas y carne electrificada, me volví translúcido. La piel ya no servía de límite. Veía a través de mí. Veía a través de todo. Las paredes eran membranas vibratorias. Las calles eran túneles de información donde los pasos no dejaban huella. El yo se fue disolviendo en el exceso. No fue pérdida: fue exceso. Me convertí en superficie. El centro se evaporó como una gota sobre metal caliente. Ya no sabía si respiraba o era respirado por el entorno. A veces sentía que estaba dentro de un ojo inmenso que todo lo registraba y que yo era apenas un punto quemado en su retina. La ciudad se masturbaba con sus luces. Las avenidas eran flujos de semen visual. Las torres parpadeaban como vírgenes impúdicas. Los semáforos eran profetas ciegos. Y debajo de esa coreografía impiadosa, los cuerpos flotaban, espectrales, obedientes, invisibles incluso para sí mismos. Yo ya no era un sujeto: era una interferencia. No era pensamiento: era ruido. Un zumbido entre miles. Un error de interpretación.

Vivía en un mundo que no conocía la oscuridad. Las noches eran días pixelados. Las madrugadas eran anuncios perpetuos. Dormíamos con los ojos abiertos. Orábamos a una divinidad luminosa sin rostro, sin moral, sin cielo. Las iglesias eran laboratorios de imagen. Los templos, teatros ópticos. La fe ya no venía de la palabra sino de la saturación del ojo. Cada pupila era un altar. Cada pestañeo, una traición. En los hospitales trataban una enfermedad llamada hipervisibilidad aguda. Algunos arrancaban sus propios ojos frente a las cámaras en busca de redención, pero la transmisión en vivo transformaba el gesto en espectáculo, y su grito quedaba absorbido por la siguiente ráfaga de estímulos. Los niños nacían con párpados atrofiados. Los ancianos se tatuaban sombras bajo la piel como última resistencia. Yo dejé de hablar. Las palabras eran débiles ante tanta imagen. Intenté cerrar los ojos, pero la luz seguía dentro. Había penetrado. Se había instalado como parásito en la médula. Hasta en el sueño veía. No soñaba: me soñaban. Y cada mañana era una resurrección involuntaria.

Una noche sin luna —si es que las lunas aún existían o no eran sólo hologramas sentimentales— sentí algo dentro de mí que se apagaba. No fue doloroso. Fue como un temblor suave, como el suspiro de un animal moribundo. No perdí la vista: dejé de necesitarla. La luz ya no me interesaba. Me volví opaco. Lo visible dejó de tener sentido. Lo evidente se volvió vulgar. Empecé a tocar los objetos como si nunca los hubiera visto. Descubrí que las superficies respiraban. Que las cosas tenían un pulso secreto que sólo podía oírse desde la ceguera. Caminé sin rumbo, guiado por olores, vibraciones, sonidos mínimos. Me detuve frente a un muro y sentí su infancia mineral. Acaricié una piedra y me contó el tiempo en que nadie la nombraba. La oscuridad no era ausencia: era profundidad. La sombra tenía texturas, latidos, pliegues. Empecé a percibir lo que no busca ser visto. Lo que no seduce. Lo que no grita. Lo que permanece.

Ahora vivo con los ojos cerrados. No por miedo, ni por castigo, ni por devoción. Sino porque ya no hay nada afuera que necesite entrar. Lo esencial no brilla. Lo esencial susurra. Y yo, que fui devorado por la visión, he vuelto a habitar el mundo sin imagen. El mundo ya no se me muestra: me atraviesa. En la ceguera, las cosas no se ordenan por forma, sino por presencia. Por densidad. Por vibración. Nombro sin lengua. Reconozco sin figura. Habito un silencio que no calla, pero tampoco explica. Ya no quiero comprender. Ya no quiero interpretar. Hay un lenguaje sin signo que me lame los huesos desde adentro.