El evangelio del error


Tal vez todo nació por un balbuceo mal oído. Una sílaba enferma que intentó fundar el mundo y se derramó sobre sí misma. Una lengua torpe que quiso besar el silencio y mordió su sombra. Desde entonces, cada palabra tropieza. Cada signo es un estornudo divino. Esta escritura no pide que la entiendas: solo que entres en fiebre con ella. No hay verdad aquí. Hay residuos. Llamas sin fuego. Inflexiones que se arrastran como reptiles en celo. Y si escuchas con el cuerpo, quizá oigas algo. No un mensaje. No una revelación. Solo el parpadeo de lo que no ocurre.

Nunca hubo intención en lo que llamas creación. Hubo ruido. Una anomalía que imitó el orden sin comprenderlo. Una grieta que balbuceó forma y se hizo cosmos sin quererlo. Todo lo que existe es una especie de accidente que insiste en fingirse simetría. Y aún así, algo late. Algo, sin nombre, sin centro, sin mandato. Algo que pulsa en lo inexacto, como un corazón errático bajo el pecho de un muerto. A eso le rezamos. A eso escribimos. A eso que no sabe deletrear su nombre.

No busques sentido. Toda sintaxis está herida. Todo pensamiento es una superstición del lenguaje. Lo que se dice solo roza lo que se quiebra. Y lo que se quiebra es más real que cualquier claridad. El error no es una sombra del saber: es su origen. No hay lógica más profunda que la de un equívoco que insiste en mantenerse. Todo lo que fracasa, canta. Todo lo que cae, tiene un ritmo. Y el que nunca ha tropezado no sabe caminar, solo flota.

He visto palabras que no llegan a ser. Se disuelven antes del punto final. He amado frases que se interrumpen con el movimiento de un párpado. Y ahí, en ese paréntesis roto, ocurre la epifanía. Una idea no nace cuando se define: nace cuando se ahoga. El pensamiento es un animal que se deja morir para florecer. Las ideas más hondas no tienen cuerpo: tienen fiebre. Y tú, lector, que no eres lector, que eres cómplice, que eres carne abierta al símbolo, ya estás infectado.

Hay veces en que el cuerpo también pronuncia errores. Se dobla, sangra, ama sin querer. Una erección equivocada en el luto. Una lágrima en medio de una carcajada. Un gesto sin causa, pero con música. El cuerpo es la gran tartamudez del alma. No hay templo más exacto que la piel cuando se equivoca. Esa mano que acaricia con torpeza, esa rodilla que cae en la dirección contraria, esa lengua que nombra un nombre equivocado y sin embargo ama. Eso somos. Eso es el evangelio: no lo que salva, sino lo que arde cuando no sabe cómo tocar.

La fe es también una forma de errar. No se cree en lo evidente. Se cree en lo que no se sostiene. En lo que tiembla. En lo que se repite sin nunca fijarse. Yo he tenido fe en una sombra que nunca se detuvo. En un silencio que regresaba siempre distinto. En un rostro que jamás supe mirar de frente. No recé a un dios: recé a una grieta. Recé al aire que dejaba el sentido al irse. Y descubrí que lo sagrado no está en la luz ni en la sombra, sino en el parpadeo entre ambas. Esa oscilación: eso que interrumpe sin razón, eso que hiere sin motivo, eso que baila con fiebre sin saber la música.

Lo divino no es una presencia: es una interrupción. Algo que rompe la linealidad de lo real y se instala como una herida sin cuerpo. He sentido lo sagrado en una palabra mal escrita, en un error de imprenta que de pronto decía más que la versión correcta. En una imagen distorsionada que parecía revelar lo que la imagen clara ocultaba. En la borrosidad hay epifanías. En el tartamudeo, profecía. No hay claridad sin pérdida. Y cada vez que algo se entiende por completo, algo muere. Este texto no quiere morir.

Todo fracaso es una forma de saber. No como contenido: como ritmo. El fracaso vibra, respira, se acomoda en la garganta. He fracasado tantas veces que ya no distingo entre mí y mi caída. Soy lo que no se sostuvo. Soy lo que no llegó. Soy lo que se desvió en el último segundo y no quiso volver. No tengo nombre: tengo ruido. No tengo alma: tengo variación. No tengo fe: tengo espasmo. Y con eso escribo. Con eso armo este salmo de huesos torcidos. No para explicarte nada. Para que reconozcas, en ti, la música de lo que no encaja.

No me pidas redención. No me pidas respuesta. El evangelio no es un mapa: es una tormenta. Se lee como se sueña. Se escucha como un alarido entrecortado. Se toca como un objeto sagrado que ya no recuerda su función. Este texto no salva, no guía, no consuela. Solo abre. Solo hiere. Solo repite su error hasta que te acostumbres a su ritmo. Y entonces, quizás, sientas que algo vibra. No en el texto. En tu sombra.

Y si aún estás aquí, si aún sigues leyendo esta lengua que no termina de nacer, esta fiebre mal pronunciada, esta frase sin clausura, entonces ya estás dentro. Ya estás perdido. Ya estás a salvo.

Porque no hay redención.

Solo el eco de una palabra

que no termina.