Amantes sin nombre
La piel no empieza donde la carne lo indica; comienza antes, en la sombra que el cuerpo proyecta sobre sí mismo cuando aún no ha sido tocado. En este recinto sin ventanas, donde el aire ha aprendido a callar como un animal herido, se desliza algo que no es presencia, ni ausencia: es la vibración tibia de un cuerpo sin historia. Un cuerpo tendido no como espera, sino como página que aún no se ha escrito. No me miras, pero el acto de no mirarte es ya una forma de lectura. La habitación no tiene centro: flota, se curva, respira con nosotros. La carne se acomoda en la penumbra como una palabra errante que olvida su alfabeto. Yo no estoy frente a ti, ni tú frente a mí. Hay una cadencia. Un temblor entre signos que no saben a quién nombran. En esta oscuridad sin ojos, lo que ocurre no se reconoce: se entrega. La piel, como una oración sin fe, se diluye antes de rozar.
La lengua no pronuncia: desaparece. Las yemas no tocan: redactan. En cada fricción se esfuma el contorno de lo que alguna vez creyó tener un nombre. Mi dedo se desliza como quien firma una carta que nunca será leída, una carta escrita en saliva, sin remitente. Tú —lo que fue tú— ya no habitas tus propios límites: eres hendidura, costado, trazo. No hay historia, ni voz, ni relato. No hay identidad que sobreviva a este aliento que se curva sobre tu abdomen como si rezara sin dios. No sé si esto es deseo, ni si existe un verbo capaz de conjugar lo que sucede. Todo se vuelve animal y mineral al mismo tiempo: una música de carne que no busca clímax, sino disolución. El amor no es pertenencia ni emoción: es el instante exacto donde todo rostro se borra. Y no hay testigo. Sólo carne escribiendo carne.
No hay verdad aquí. No la queremos. No la invocamos. El gesto no copia nada: se ejecuta como si hubiera sido soñado por otro. El roce es una falsificación perfecta de una imagen nunca vista. El cuerpo se vuelve idea, vibración sin código. Te beso sin saber si eres real, sin saber si esto ocurre fuera de mí. El sexo, ese simulacro exquisito, se multiplica en los bordes. Mis labios no te dicen, te especulan. Tus caderas no responden, se repiten. El goce no es tuyo ni mío: es de la escena, de la sombra que gira en la pared. Y la mirada —si la hay— no busca testimonio. Lo que hacemos no se recuerda. No queda en la carne: se quiebra en el aire. Es un rito ejecutado por la nada, para la nada, desde un origen que ya ha olvidado su forma.
El deseo no avanza: se pliega. Se dobla sobre sí mismo como un mapa escrito en vértigo. Hay zonas en tu cuerpo donde el tiempo se quiebra, donde la piel se vuelve lenguaje de viento. Exploro no para llegar, sino para extraviarme. Tu espalda es un sendero que gira en espiral hasta no saber si estoy entrando o saliendo de ti. Tus muslos no son piel: son pasajes. Mis manos no caminan: se pierden. El omóplato izquierdo contiene una ciudad sumergida, y mi lengua intenta traducir sus ruinas. Cada jadeo tuyo —ese temblor que no culmina— es una brújula que no señala. No hay destino: hay deriva. No hay intención: hay curva. El deseo no es movimiento: es atmósfera. Y en esta atmósfera todo es latido. La piel no es un lugar: es una pregunta sin idioma.
Este cuerpo no nos pertenece. Es un altar sin santidad, una página sin lector, una lengua que gime sin sintaxis. Todo acto que ocurre aquí no nace de la voluntad: nace del temblor. Nos arrodillamos sin dios. Comulgamos sin fe. La carne canta con una voz mineral, como si el mármol tuviera fiebre. No decimos nada, pero sudamos salmos. El aliento se encrespa como una vela expuesta al lenguaje. Todo roce es un incendio que no busca destruir, sino derretir el yo. El orgasmo no ocurre: se filtra. Nos invade sin tiempo, como una niebla que no exige. No se nombra. No estalla. Sólo pesa. Y cuando creemos haber tocado el borde, la carne nos devuelve al centro. El centro sin lugar. El punto ciego donde el cuerpo ya no sabe a quién pertenece.
Queda un silencio. No como pausa, sino como animal respirando bajo la cama. El silencio nos recorre. Nos toca. Se desliza entre nosotros como un testigo invisible. No hay palabras. Sólo el eco de lo no dicho. Una exhalación suspendida entre las costillas. El tiempo se interrumpe como una frase que olvidó su verbo. Nos miramos sin mirar. Nos reconocemos sin haber sido. El sudor no se seca: se convierte en atmósfera. No hay después. No hay ahora. Sólo una vibración que insiste en quedarse, como un perfume que nadie usó, como una herida que no sangra. Es ahí —en ese respiro sin propósito— donde algo ocurre. Algo que no entendemos, pero que nos respira.
No hay final. Sólo un deshacerse lento. Tus piernas enredadas como ramas de un árbol que no conoce el invierno. Mis dedos aún ardiendo sin movimiento. No hay ternura, pero hay un calor que no necesita nombre. Nos rozamos sin intención. El amor no aparece. No es necesario. Hay un temblor antiguo que nos atraviesa, una vibración sin origen, sin promesa. El cuerpo, ese exilio compartido, no nos ofrece destino. Nos entrega una deriva. No hay nada que guardar. Ningún recuerdo. Sólo un estremecimiento que se extiende más allá del cuerpo, más allá del lenguaje. Y si esto es un final, no ocurre: se exhala. Como un humo sin incendio. Como un nombre que nadie dijo. Como el temblor que queda en la carne cuando todo calla —y aún respira.
(o su ausencia persistente, latente, vibrando como un segundo latido)