La fiebre del instante estéril


El cuerpo no espera: se detiene. Se curva sin resistencia, como si recordara que ya ha esperado demasiado. No hay voluntad. Hay un silencio que respira. Me hundo en la silla —sí, este objeto sin historia, sin vocación, sin lugar— como si el acto de sentarme fuera el gesto último de una especie agotada. El mundo no gira: vibra. Muy leve, casi imperceptible, como un metal tibio al fondo de la garganta. No sé si late. No sé si estoy vivo o simplemente me he convertido en una variación más del aire. Todo se ha desdoblado. Nada ocurre. Y sin embargo, hay una tensión que pulsa, una fiebre sin foco, una espera que ya no pregunta.

Afuera no hay afuera. Hay ventanas, sí, pero no abren a nada. Solo reflejan el cuarto desde otros ángulos. Las cosas están —pero están de otro modo. Hay una lámpara que no ilumina, un reloj que no mide, un espejo que me devuelve una imagen que no coincide con ningún recuerdo. El cuerpo se estira como si alguien desde adentro intentara salir. El bostezo no llega a ser. Se queda atrapado entre el pulmón y la mandíbula, un amago de grito que no encuentra ocasión. Pienso en una frase. No para decirla. Para habitarla. Pero todas se escapan. Todas tienen bordes filosos. Ya no hay palabras: hay ruido interno. Como si el lenguaje se hubiera mudado a otra habitación y sólo quedaran los ecos.

No hay pensamiento. Hay una especie de ritmo de fondo, una cadencia que no dirige pero insiste. Como un tambor tocado por alguien que ha olvidado por qué toca. Como un dios mudo que insiste en repetir su mantra sin saber que ya ha sido abandonado. El cuerpo no duele: cansa. No es fatiga. Es desgaste. Es repetición de gestos sin propósito. La fiebre no arde: se instala. Lo ocupa todo. Se pliega sobre mí como un animal de humo. Estoy dentro de algo que no tiene nombre. Una sala sin muros, un templo sin dogma, un lenguaje sin lengua.

Cada segundo es una réplica mal hecha del anterior. El tiempo se copia a sí mismo con errores. Y esos errores se convierten en textura. No hay avance. No hay retroceso. Hay permanencia. Insoportable. El instante es una celda con espejos donde todo se refleja hasta volverse ilegible. Me levanto, pero no hay arriba. Camino, pero no hay dirección. Cada paso me devuelve al lugar donde aún no estaba. No sé si sueño o deliro, si este cuarto existe o soy yo quien ha sido absorbido por la fiebre del espacio. Todo es, pero nada es mío.

El aire es espeso. No pesa. Pero ocupa. Como una palabra antigua que nadie se atreve a pronunciar. Hay una respiración que no viene de mí. Una presencia que se escurre entre los muebles. No me asusta. Me acompaña. Como si el silencio hubiera desarrollado órganos. Como si el polvo empezara a pensar. La fiebre no es temperatura: es ritmo. Una vibración sorda, como si el universo bostezara por dentro. Y yo soy su cavidad. Su boca sin sonido.

Intenté escribir. Una frase. Una sola. No por arte. Por necesidad. Pero la frase se rompió antes de nacer. Las palabras se negaron. La tinta tembló. Y entendí que la lengua no sirve aquí. Que el verbo se volvió espejo. Y el espejo, mentira. Todo intento de nombrar se deshace como carne bajo el agua. Me volví arqueólogo de mis propios residuos. Frases muertas. Pensamientos en descomposición. Restos de lucidez flotando como insectos en una lámpara sin luz.

No estoy solo, pero nadie más está. Hay presencias sin forma, sin peso. Ideas que se arrastran como sombras en los rincones del cuerpo. El alma (si eso aún significa algo) se ha refugiado en un pliegue. No se esconde: observa. Pero su mirada no ilumina. Es una espera silenciosa, grave, sin expectativa. No hay promesa. No hay promesa. No hay promesa. Repetir eso me calma. Como si decir lo obvio pudiera restarle densidad a lo insoportable.

Los muros no hablan, pero laten. Cada grieta vibra como un nervio. La ciudad —si existe— debe estar igual. Las avenidas repitiéndose sin vehículos, los semáforos parpadeando como un código sin lector, los árboles olvidando el verde. Todo debe estar contenido en este instante sin lógica. Un instante estéril, que no fecunda, que no entrega, que no libera. El lenguaje ya no comunica: respira. Como un animal herido. Como una plegaria que se resiste a la fe.

Los espejos no me devuelven a mí, sino a algo que estuvo antes. Una posibilidad descartada. Una versión previa que aún pregunta. Me acerco, pero el rostro es otro. No hay miedo. Hay reconocimiento de lo ajeno. Soy eso que espera ser nombrado. Pero no hay nombres. Sólo restos de fonemas, residuos fonológicos que se adhieren a la lengua como fiebre seca. A veces creo que alguien me llama desde dentro. Pero es sólo el eco de un pensamiento que no llegó a formarse. Como si algo en mí insistiera en nacer, aún sabiendo que no hay parto posible.

La fiebre avanza sin moverse. Lo ocupa todo. Se convierte en lenguaje. En mobiliario. En pulso. No hay más que eso. La conciencia se pliega. Ya no me pienso: me percibo. Como quien siente llover sin estar mojado. Como quien mira una herida que no duele, pero no cierra. Cada frase se escribe sola. No para ser leída. Para ocurrir. Porque algo debe moverse, aunque no sea hacia ningún lugar. Porque el instante necesita oírse a sí mismo.

Y entonces calla.
No se cierra.
No concluye.
El instante no termina: se disuelve.

La fiebre sigue.
Yo también.

O lo que quede de mí.

Que no arde.
Que no espera.
Que ocurre.

Como un bostezo suspendido entre dos silencios.