Sobre la imposibilidad del amor y otros incendios involuntarios
El amor no empieza. Arde antes de tener forma. No es aparición, es combustión sin origen, como si lo que uno cree encontrar en otro cuerpo ya viniera herido desde mucho antes, como si las brasas se hubieran encendido en la infancia, o en una vida donde aún no teníamos nombre. Lo que llamamos amor es una falla en el tejido del mundo: un colapso invisible donde dos cuerpos se rozan como territorios en guerra que olvidaron por qué se odian. Y en ese roce nace una palabra que no dice, una piel que no toca, un gesto sin mapa. El amor no es promesa ni epifanía. Es humo que recuerda el incendio, incluso cuando no lo hubo.
Y sin embargo ocurre. Como una sombra que no obedece a la luz, como un temblor en la carne cuando el otro todavía no ha llegado. El amor —ese que no se nombra— no es del alma ni del deseo: es del vértigo. Es una grieta en la gravedad. Un desorden íntimo donde la lógica no entra. Se instala como música sin partitura, como fiebre sin cuerpo. No es que uno quiera amar. Es que hay algo en el aire, en la piel, en el tono de voz del otro, que invoca una vibración distinta. Una especie de plegaria sin dios que toma la forma de un cuerpo, de una palabra, de un gesto mal dicho. Nadie se salva del afecto. Nadie entra limpio a esa ruina compartida.
Porque amar es un extravío. Y todo extravío es geografía interior que no aparece en los mapas. Uno no llega al otro: se pierde en él. El amor desestructura el yo. Desconecta la imagen del cuerpo con la idea de ser. Se pierde la frontera entre la piel y el nombre. Uno ya no se sabe: sólo late. Sólo vibra. Sólo cae. Pero no cae hacia el otro: cae hacia un lugar que no se toca, que no existe, que no se puede habitar. Y eso duele. Y eso incendia. Y eso se repite, porque el amor —cuando es real— no busca permanecer. Busca incendiarse bien.
He visto rostros que no decían nada y aún así quemaban. Gestos breves como asfixias. Palabras que no sabían lo que eran pero que abrían una herida que aún no tenía carne. A veces, en los ojos de un desconocido, vi mi propio abismo. Y supe que si lo amaba, sería destruido. Y sin embargo me acerqué. No por esperanza, no por redención. Me acerqué porque el fuego me reconoció antes que el rostro. Porque el afecto no es voluntad: es resonancia. Un eco sin origen. Una música que no pregunta.
Y tú también sabías. Que no podías quedarte. Que no podías tocar sin destruir. Que el roce más inocente era ya una forma de derrumbe. No me mirabas: me abrasabas. Y en esa mirada no había futuro, ni pacto, ni lenguaje. Sólo silencio. Sólo ese umbral invisible donde dos cuerpos no se tocan, pero se queman igual.
Y entonces el amor no fue presencia, sino fuga. El intento imposible de habitar una herida juntos sin desgarrarnos. Pero no se puede. El amor no se construye: se derrama. No se dice: se gime en otra lengua. No se sostiene: se cae. Y cada caída deja un mapa de fracturas que no se corrige. El amor no sana. No cura. No repara. El amor —si es amor— deja ruina. Pero una ruina hermosa. Una ruina que arde incluso cuando ya no queda nadie para verla.
Algunos días recuerdo tus silencios más que tus palabras. Recuerdo la forma en que no dijiste nada cuando todo en ti pedía quedarse. Recuerdo el peso exacto de tu mano antes de tocarme. Recuerdo la ausencia como una forma de caricia. Y eso basta. Porque el amor no es lo que se vive, sino lo que no pudo vivirse. Lo que se quedó en la garganta, como un nombre que no se pronuncia para no conjurar el temblor.
El lenguaje no alcanza. Nunca ha alcanzado. Lo intentamos igual. Inventamos palabras. Escribimos cartas. Susurramos en la penumbra como si algo pudiera salvarse. Pero no se salva nada. El amor no es un acto de lenguaje, sino de interrupción. No se comunica: interfiere. No se entiende: se vibra. Como esa nota grave que atraviesa el pecho sin que sepamos de dónde viene.
Y aún así seguimos. Insistimos. Amamos. Aunque sepamos que vamos a arder. Aunque la piel no resista. Aunque el cuerpo no alcance. Porque en el fondo, amar es eso: desear algo que sabemos que nos va a romper. Y desearlo igual. Y quedarse. Aunque ya no haya dónde. Aunque el otro no esté. Aunque uno mismo ya no exista.
He amado sin saber. He amado desde la fiebre. He amado sin cuerpo. He amado en buses, en pasillos, en ventanas abiertas al olvido. Amé a quien nunca tocó mi piel. Amé a quien nunca sabrá que existí. Y eso fue más real que todo. Porque el amor no necesita cumplimiento. Sólo necesita quemar.
Y si tú aún estás en mí —si ese incendio no se apaga— no es por lo que dijimos. Es por lo que no dijimos. Es por lo que ardió en el silencio, como una lámpara encendida en una habitación vacía. Es por la forma en que no nos tocamos. Es por la forma en que el mundo se calló cuando cruzaste la calle y no me miraste.
El amor no se realiza.
Se interrumpe.
No se vive.
Se deja atrás como una música que ya no suena, pero sigue haciendo vibrar las paredes.
Lo que intento decir, sin lograrlo del todo —porque decirlo sería matarlo—, es que el amor arde incluso cuando no tiene forma, incluso cuando no se nombra, incluso cuando el cuerpo no está. Que lo que amamos, a veces, es la herida. Que hay incendios que no buscan consumirse, sino dejar brasas. Que incluso tú, que no regresaste, sigues ardiendo en un rincón del aire.
Y si alguna vez amé —si alguna vez fui consumido por eso que no tiene nombre—, fue así:
sin reglas.
sin promesas.
sin esperanza.
sin cuerpo.
sin regreso.