El arte de no esperar
Aquí no hay comienzo. Lo que inicia es solo una trampa del lenguaje, una forma tibia de ordenar el vértigo. No hay inicio porque todo está ya ocurriendo: sin historia, sin línea, sin desenlace. Este instante —el que arde detrás de tus párpados cuando ya no tienes nombre— es el único dios posible. El resto es liturgia vacía. Calendarios sin sangre.
No se llega aquí: se cae. Como se cae en un abismo que no tiene centro ni fondo.
Porque no hay nada que esperar. No hay llegada. No hay después. Solo esta marea espesa, suspendida, sin orilla, que no se nombra porque no necesita ser dicha. La espera fue siempre un truco para domesticar la fiebre. Un silenciador para los cuerpos. El arte de no esperar no se enseña, no se transmite, no se predica: se encarna. Es un temblor sin futuro, una pulsación sin herencia.
Quien no espera, ya está.
Quien espera, se disuelve en su propia sombra proyectada.
La ciudad se enmohece lentamente, como una boca cerrada que ya no desea pronunciar. Las avenidas bostezan sin tráfico. Un perro duerme sobre una bicicleta oxidada. Las vitrinas están encendidas pero vacías. Todo parece suspendido en una respiración sin propósito. El mundo no se detuvo: simplemente dejó de mentirse.
Desde la ventana, el polvo danza sin partitura sobre la luz mortecina. Hay una forma de eternidad en ese movimiento, una coreografía sin espectador, sin relato. Esperar sería violar esa pureza.
Pero aún hay quienes esperan.
Esperan su café, su ascenso, su orgasmo diferido, su señal divina, su fecha límite, su salvación con membrete, su redención vía email. Esperan que algo llegue, como si el mundo debiera recompensarlos por no haberse roto todavía.
Pero el mundo no debe nada.
Y el tiempo —ese amo sin cara— tampoco.
No esperar es arrancarle el antifaz al reloj. Es dejar de girar en la noria de las promesas. Es abandonar el pacto con el futuro, ese horizonte de plástico que solo brilla en la imaginación de los sumisos.
No se trata de urgencia, ni de velocidad. No esperar no es correr. Es detenerse en una quietud tan honda que se desarma el lenguaje.
El cuerpo lo sabe: el estómago no espera el hambre, la hambre es su lengua. La piel no espera la caricia: la convoca. La sangre no espera la herida: la contiene.
No esperar es una forma de erotismo sin promesa.
La raíz no aguarda la lluvia: la fabrica con su deseo.
El jaguar no se pregunta si el bosque lo ama: camina.
Hay saberes que se arrastran por la tierra sin nombre, sin código, sin interpretación. Saber sin saber: ese es el arte.
Y sin embargo, todo el sistema fue construido para que esperes.
Que esperes la hora, la cita, la notificación, el mensaje, el cuerpo ajeno, la recompensa, el castigo.
Esperar es la herramienta con la que se controla el flujo de la carne. El que espera no muerde. No ruge. No crea.
El que espera, pide permiso.
El que no espera, inventa la grieta.
Hay quienes no entienden. Preguntan: ¿Cómo se vive sin metas? ¿Cómo se respira sin dirección? ¿Cómo se existe sin tramas ni teleologías? No comprenden que la vida no es una línea, sino una llamarada sin mapa. El tambor no necesita compás para golpear la médula. El corazón no necesita argumentos para latir. El ritmo es anterior al lenguaje.
El arte de no esperar es ese ritmo.
Una síncopa que corta el tiempo, una respiración impura, un fraseo disonante, como si alguien tocara jazz con las vísceras.
Improvisar no es fallar: es fundar.
Cada gesto, cada pausa, cada desvío es el evento. Lo no previsto. Lo no repetible.
El instante como único soberano.
El cuerpo sin espera no sueña: siente.
No interpreta: arde.
Y el ardor es un saber sin pedagogía.
No hay explicación. No hay sistema. No hay método.
Hay sudor. Hay impulso. Hay sonido.
Y eso basta.
Una mujer se desnuda frente a una pared sin espejo. No busca aprobación ni reflejo. Se toca sin urgencia. No hay espectadores. Su gesto es tan puro que desarma cualquier teoría sobre el deseo.
Un perro lame la sangre de un hombre dormido en la acera. Nadie sabe si está muerto. Pero el perro no espera que despierte: lo ama igual.
Un niño dibuja un mapa en la tierra con su orina. No sabe que ha creado una cosmología.
Y nadie lo interrumpe.
Nadie espera nada de él.
Y por eso —por esa ausencia de expectativa— el universo lo atraviesa.
La espera es la forma más elegante del miedo.
Miedo a perder.
Miedo a fallar.
Miedo a vivir sin redención.
El que espera se protege con palabras.
El que no espera se expone.
Y al exponerse, se vuelve invulnerable.
Porque el daño no tiene dónde clavarse.
No hay futuro que se pueda destruir.
No hay imagen que se pueda romper.
Todo ocurre aquí.
Y aquí es nada.
Y nada es todo.
No esperar no significa no amar. Significa amar sin condición.
Sin proyección.
Sin calendario.
Amar como un insecto que canta aunque nadie lo escuche.
Amar como el fuego que no pregunta si calienta.
Amar sin mañana.
Porque el mañana es la mayor falsificación del amor.
Y cuando el lenguaje ya no puede más —cuando se rompe, se pudre, se calla— es ahí donde aparece el abismo.
Pero el abismo no da miedo cuando no se espera.
Porque no se busca el otro lado.
Se cae.
Se disuelve.
Se funde en lo innombrable.
Decir menos.
Decir sin decir.
No decir.
Silenciar como quien abre una herida.
No porque duela, sino porque deja entrar la luz.
Si esperas que esto termine, ya perdiste.
Si esperas sentido, ya estás fuera.
Si esperas redención, estás condenado.
Esto no es un final.
Esto es un pliegue.
Una grieta que no cierra.
Un eco sin origen.
Una nota que sigue sonando mucho después de que la melodía ha desaparecido.
No esperes.
Respira.
(Lo que tenía que suceder…
ya está ocurriendo.)