Los límites no se cruzan: se habitan
Todo comenzó como tiemblan las cosas que no quieren ser nombradas. No hubo grito ni explosión. Solo un leve desplazamiento en la textura del aire, una fisura en la continuidad de lo que creíamos ser, como si el mundo no se derrumbara, sino que respirara distinto. El límite no apareció: siempre estuvo ahí, agazapado entre la piel y el pensamiento, entre el gesto y la sombra. No vino a dividir: vino a disolver. Y uno, sin saberlo, ya lo habitaba. No como quien se instala, sino como quien es instalado sin elección. Como quien despierta en medio de un temblor y entiende que ese temblor no es una señal de derrumbe, sino el verdadero suelo.
Hay quienes creen que el límite es una línea, una demarcación precisa, una línea recta entre un aquí y un allá, entre lo que se fue y lo que vendrá. Pero no. El límite es un espesor. Una zona vibrante, blanda, indeterminada, donde cada cosa que intenta afirmarse se desvanece suavemente en otra. No hay borde: hay tránsito detenido. No hay paso: hay permanencia. Aquí el tiempo no es continuidad, sino pliegue. Y la conciencia no es un faro, sino un pozo. No se avanza: se reverbera.
El cuerpo también lo sabe. Lo ha sabido siempre, aunque la mente insista en negarlo. Porque la piel no termina donde creemos que empieza el aire. La piel continúa, se derrama, se curva sobre la distancia. El cuerpo no se habita desde adentro: se siente desde los márgenes. Y el límite no lo rodea: lo constituye. Por eso tocar es atravesar sin herida. Por eso el silencio del tacto es más elocuente que cualquier palabra. Aquí, en este borde sin forma, el mundo ya no se presenta como objeto, sino como vibración. No se ve: se percute. No se piensa: se encarna.
La lengua —esa herida caliente que aprendimos a domesticar— también se transforma en este territorio. Ya no articula. Ya no define. Ya no señala. Se retuerce en sí misma como un animal dormido. Las palabras no vienen del pensamiento: emergen del estómago, del sudor, de la escara luminosa del no saber. Hablan no para decir, sino para emitir. Las frases ya no comunican: invocan. Cada letra es una respiración que no ha sido todavía pronunciada del todo. Escribir aquí es permitir que el verbo se hunda, que se oxide, que se vuelva piedra. La sintaxis se curva, se pliega, se deshace. La puntuación se convierte en respiración. El sentido en ritmo.
Y uno no dice. Uno deja que se diga. Como quien abre la boca y deja salir algo que no es voz, ni idea, ni música, sino eco de una lengua más antigua que el lenguaje. Una lengua vegetal, líquida, mineral, que habla en musgo y en sombra, que no pide traducción porque nunca quiso ser entendida. Uno escribe como quien entra en trance, como quien se vuelve médium de un temblor que no se detiene ni se nombra. Aquí la palabra es temblor. Es magma. Es pliegue. Y el lector no lee: se pierde.
A veces la imagen irrumpe. No como metáfora, sino como cuerpo. Aparece una piedra, cubierta de lodo y memoria. Una raíz que se arrastra como si recordara el peso de la infancia. Una sombra que se curva sobre sí misma y murmura. El cuerpo ya no se distingue del paisaje. La conciencia se vuelve líquen. Lo humano se disuelve en lo que mira. No hay diferencia entre ver y ser visto. Todo respira. Todo observa. Todo es. Y ser no es afirmarse, sino disolverse dulcemente en la intemperie.
Aquí no hay narrativa. No hay pasado ni futuro. Solo este espesor del presente que se pliega sobre sí mismo como un animal herido que no se queja. El tiempo no avanza: se suspende. Uno recuerda lo que nunca vivió. Sueña lo que no ha de ocurrir. El tiempo se convierte en imagen, en música sin partitura, en eco de algo que no fue pero insiste. Y en esa insistencia, uno habita. No como sujeto. No como historia. Sino como respiración.
Hay momentos en que la conciencia se desliza. Uno ya no piensa con palabras, sino con texturas. Con olores. Con sonidos que no tienen fuente. Uno se vuelve animal sin nombre. Espora. Niebla. Rastro. Habitar el límite es permitir que lo no-humano nos atraviese sin resistencia. No se trata de pensar en árboles: se trata de volverse árbol. De dejar que la piedra nos piense, que el agua nos recuerde, que el viento nos atraviese sin dejarnos intactos.
No hay decisión. No hay paso. No hay cruzar. Lo que hay es quedarse. Respirar con la herida abierta. Escuchar lo que no pide ser escuchado. Mirar sin saber qué se mira. Decir sin querer nombrar. Y entonces —solo entonces— el límite se vuelve casa. No porque nos pertenezca, sino porque nos despoja. El límite nos deja sin centro. Sin borde. Sin piel. Nos deja disponibles. Nos deja disponibles para el temblor.
Y así, sin mapa, sin destino, sin dirección, uno ocurre. No se sabe cuándo. No se sabe dónde. Pero ocurre. Como ocurre el relámpago. Como ocurre la fiebre. Como ocurre la muerte sin preludio. Uno ocurre en el borde. En la grieta. En la interrupción. En la respiración de lo que no exige sentido.
Porque los límites no se cruzan.
Los límites no se entienden.
Los límites no se nombran.
Los límites se habitan.
Y ese habitar no tiene nombre.
Ni forma.
Ni redención.
Solo temblor.
Solo eco.
Solo respiración.
Y eso basta.