El vacío no es lo que falta: es lo que queda


Despiertas. Pero no desde el sueño, sino desde algo más leve y más antiguo, como si una respiración que no era tuya se hubiese extinguido en tu garganta. No hay nadie. Ni siquiera tú. El cuarto no espera. No dice. No llama. No falta: queda. Una silla con las patas torcidas, un vaso que parece haber olvidado su agua, una sombra colgada del muro sin cuerpo ni luz. Todo permanece. No como presencia, sino como lo que no pudo irse del todo. El silencio no es la falta de ruido: es el eco mineral de lo que fue dicho mil veces y se pudrió entre los dientes. No hay pérdida: hay detrito. Lo que queda no espera ser comprendido. Solo se acumula. Como las uñas crecen en un cadáver. Como las piedras se enfrían aunque no hayan sido tocadas.

El cuerpo ya no quiere pertenecer. Se despega de sí, se cae hacia adentro. No duele. Ni siquiera molesta. Está ahí como está una piel colgando de un clavo. Las manos tiemblan sin temblor. Los pies pisan sin querer pisar. No hay cansancio: hay algo más bajo, más quieto, más blando. Un peso que no pesa. Una densidad sin materia. Respiras, pero el aire no entra: se queda en la nariz como un huésped que no quiere irse ni hablar. El corazón no late: repite. Como si se hubiese olvidado del ritmo y solo pudiera imitar un eco ajeno. La carne no abriga. El estómago no pide. El cuerpo no es cuerpo. Es lo que queda cuando la voluntad se ha desmenuzado en las costuras del gesto. Nadie muere aquí, pero tampoco nadie vive. Solo se está. Y estar es un verbo que huele a humedad.

Las palabras no saben lo que dicen. Ni siquiera saben que están siendo dichas. Tropiezan entre sí como insectos ciegos. El lenguaje ya no sirve: es un residuo blando que se desliza por la lengua como saliva espesa. Nombrar es un acto inútil. Decir “yo” es encender una luz que ya no alumbra. Las frases se deshacen al ser pensadas. No hay mentira ni verdad: solo una materia sonora que se arrastra, que se descompone con cierta dignidad. Las palabras son como hojas podridas en una zanja: están ahí porque ya nadie las quiso barrer. Y sin embargo... algo permanece. No el sentido, sino la oscilación. Un temblor semántico que no construye, que no comunica, pero queda, se queda, insiste. Como un olor en una habitación donde algo pasó y nadie quiere saber qué fue.

El mundo no está vacío: está quedado. Como un charco tras la tormenta. Como una canción sin oído. Como la marca de una piedra en la espalda. No hay función ni utilidad. Solo lo que no pudo desaparecer. Un cepillo de dientes seco. Una fotografía sin rostro. Un bombillo que parpadea como si recordara otra habitación. No es ruina. Es persistencia. Lo que el mundo deja cuando el mundo ya no se preocupa por sí mismo. No es melancolía. No es abandono. Es una presencia deshabitada. Los objetos no duelen: insisten. El mundo sigue, pero no avanza. No espera. No dice. No responde. No falta nada, porque nada tiene lugar. Solo queda lo que no quiere significar. La rama seca en la ventana. El polvo en el filo del espejo. La puerta que se abre con un viento que no existe.

No hay Dios. Pero hay una forma de luz que parece venir desde el subsuelo. Una especie de claridad desenterrada. No alumbra. No guía. No redime. Está. Como está una piedra, una espina, un hueso enterrado en la boca. No hay plegaria. No hay sentido. Hay una vibración muda, una especie de temblor que se arrastra entre las grietas del día. No se siente con fe. Se siente con vértigo. Como si el cuerpo estuviera al borde de un pozo, pero sin el deseo de mirar. El vacío no es la negación de lo sagrado: es su forma mineral, su respiración invertida. No hay milagro. Hay humedad. Hay tierra. Hay un silencio que no viene de fuera, sino desde el fondo del cráneo, como un murmullo fósil. Y eso—eso queda.

El tiempo se ha disuelto. No hay secuencia. No hay relato. Solo una repetición sin motivo. No una rutina: una reverberación. Lo mismo vuelve, pero deformado, como si cada recuerdo fuera una fotografía húmeda doblada en el bolsillo de un abrigo que ya no se usa. El tiempo no transcurre: se acumula como el sarro. Como los pelos en la ducha. El reloj no marca: tiembla. Y tú—o eso que queda de ti—ya no esperas nada. Pero esperas. Porque el cuerpo no sabe no esperar. El tiempo es eso: lo que persiste cuando ya no se quiere que pase nada. Lo que gotea. Lo que tiembla en el marco de la ventana. Lo que no se mueve, pero sigue ocurriendo.

Después... no hay después. Hay un silencio que no se ha dicho. Una frase que no quiso completarse. Un espacio que no se llena porque no necesita ser lleno. Todo lo que falta ya se fue. Lo que queda no necesita explicación. Está. Y estar es más terrible que irse. Porque no libera. No absuelve. No sana. Lo que queda es lo que no supimos nombrar. Lo que no supimos destruir. Lo que se filtró en las costuras del lenguaje y se pudrió ahí, con cierta belleza. Como una flor marchita en una carta nunca enviada. Como la voz de alguien que no recordamos haber amado. Como el susurro que escuchamos justo antes de quedarnos dormidos y que no sabemos si fue real. Lo que queda no tiene nombre, pero lo llevamos dentro como una costra bajo la lengua.