Una máscara no cae: se adhiere.


La máscara no cae: se instala. No como un gesto decorativo, sino como un injerto sin ceremonia. No hay una superficie que se cubre, hay una piel que ya no recuerda haber sido otra. La máscara no se usa: se encarna. No tiene bordes ni cintas, no hay costura entre lo que cubre y lo que devora. Se funde con la dermis, se infiltra en el músculo, se adhiere a los pensamientos, a los reflejos, al modo en que pronuncias tu nombre cuando nadie escucha. Es un lenguaje que se aprende sin palabras, un alfabeto del gesto, una coreografía de lo que se espera de ti. Nadie te obligó, pero fue más fácil así. El rostro nunca fue suficiente. El rostro no sabe mentir con precisión. El rostro tiembla, sangra, envejece. La máscara no. La máscara sonríe sin saliva. La máscara duerme con los ojos abiertos. La máscara no envejece: muta. Acepta la forma del tiempo sin romperse, como una mentira dicha con devoción. La llevas sin saberlo. La olvidas hasta que alguien te nombra y respondes. Y ahí, en ese instante diminuto, algo se revela: no eres tú quien responde. Es ella. Y tú la obedeces como quien ya no distingue entre voz propia y eco.

No hay rostro debajo. No hay capa que despojar para llegar a un centro. Lo que hay es una herida cerrada con símbolo, un abismo maquillado con costumbre. Buscas en el espejo algo que se parezca a ti y lo que encuentras es una repetición aprendida: el ceño que heredaste sin saberlo, la sonrisa que te imitaron, el modo en que miras como si estuvieras siendo observado incluso en la oscuridad. Creíste que eras tú porque lo usaste tanto que se volvió habitual. Como los zapatos que deforman el pie. Como la voz que copia el acento de quien amás. Como el lenguaje que ya no es herramienta sino prisión. Tú no hablas: eres dicho. Tus palabras son restos de otros, formas viejas que pronuncian la ilusión de un yo. La máscara no habla por ti: es la forma que adopta tu habla cuando olvidaste cómo era el silencio.

Hay en ti una adherencia sin cicatriz, una unión tan perfecta entre carne y ficción que no queda margen para dudar. La duda misma es parte de la máscara. Como el miedo de quitársela y no encontrar el rostro, o peor aún: encontrarlo y descubrir que también era una máscara más antigua, más torpe, más blanda. Porque todo rostro es ya una máscara que se creyó real. Porque toda identidad es una sedimentación de gestos prestados. Porque la sinceridad no existe sin el disfraz del lenguaje. Dices “yo” como quien invoca una sombra domesticada. Dices “te amo” y la voz que lo dice no tiembla: fue entrenada para sonar humana. Dices “estoy bien” y la máscara sonríe con la precisión de un espejo recién pulido. Y tú crees en esa sonrisa porque es más soportable que la verdad: que ya no sabes cómo se ve tu rostro sin ella.

La historia del rostro es una mitología en ruinas. No hay Adán sin barro que lo oculte. No hay Narciso sin superficie que lo devuelva desfigurado. Lo que te devuelve el agua no es tu reflejo: es el rostro que aprendiste a sostener cuando el mundo empezó a exigir un nombre. Y desde entonces, cada gesto es una plegaria a lo que no sos. Cada silencio una forma de resistir al grito que intenta desgarrar la máscara sin éxito. Porque ella no cae. No se rompe. No se despega con lágrimas ni con rabia. Resiste la desesperación, la ternura, la vergüenza. Se adapta al dolor como un dios antiguo. Se acomoda al deseo. Se funde con la piel hasta que olvidar se vuelve una forma de respirar.

En algún rincón de la historia, hubo quien usó la máscara como tránsito, como rito, como disolución del yo. Los antiguos sabían que el rostro era demasiado frágil para enfrentar a los dioses. Por eso se cubrían. Para volverse nadie. Para dejar entrar la voz del otro, del mito, del animal. Hoy ya no es rito: es sistema. Hoy no se usa: se es. Ya no se pregunta por qué. Se responde. Se actúa. Se ejecuta el guion sin conciencia de su origen. Eres el personaje de un libreto que nadie escribió, pero que todos repiten. Una liturgia sin sacerdote. Un teatro sin público. Una escena sin bastidor.

El cuerpo lo sabe. Aunque no lo diga. El cuerpo lo recuerda en los lugares donde la piel transpira miedo: en la nuca cuando te observan, en el pecho cuando mientes, en las manos cuando no sabes dónde ponerlas. La máscara no duele: arde por dentro. No quema: reseca. Y lo que se seca, se quiebra. Pero no se rompe del todo: se resquebraja. Se fisura. Y por esas grietas filtran imágenes, sonidos, lapsus, vacíos. Erupciones mínimas del rostro que pudo haber sido y no fue. Y que quizás aún intenta respirar desde abajo. Pero no grita. Solo pulsa. Solo insinúa. Solo se deja sentir en el insomnio o en el temblor de una palabra no dicha.

La máscara no es mentira. Es fidelidad a lo que esperaron de ti. Es el tributo que pagaste para no ser excluido. Es el molde que usaste para encajar en el lenguaje, en la familia, en el amor, en el trabajo, en la idea de Dios. Y por eso funciona. Porque repite. Porque reproduce. Porque imita. Porque aprendió que la diferencia se castiga y el silencio se interpreta como culpa. Entonces hablas. Te ríes. Te vistes. Y vives. Con una eficacia tan perfecta que nadie sospecha. Nadie pregunta. Nadie ve. Porque todos —sin excepción— llevan la suya. Y a veces, por piedad, por complicidad, o por terror, se las acomodan frente a ti.

Y un día, sin saber por qué, quieres quitártela. Y tus dedos no encuentran borde. No hay línea que la separe del rostro. No hay costura. No hay reverso. Está ahí. Como una segunda piel que olvidaste tener. Intentas arrancarla y sangra. Intentas gritar y no hay voz. Solo un eco que suena a ti pero no te pertenece. Entonces entiendes. No se cae. Se adhirió desde siempre. Como un pacto. Como una condena. Como una protección contra el abismo de ser sin forma.

Ya no hablas. Ya no actúas. Ya no mientes. Solo respondes. Y cada vez que lo haces, algo en ti desaparece. Algo se borra. Algo se duerme. Como si vivir fuera un acto de encubrimiento continuo. Como si el alma, de tanto disfraz, hubiera olvidado su desnudez. Y el cuerpo, obediente, continúa. Respira. Saluda. Ama. Escribe.

Y tú, sin saberlo, te adhieres.