La ciudad no existe: sólo exhala su vómito de luz
La ciudad no existe. No hay fundamento. No hay eje. No hay origen ni error. Lo que llamamos ciudad es una secreción sin dueño, una úlcera espacial, una explosión sin sonido que permanece abierta, aún palpitante, en el borde exacto donde el lenguaje se asfixia. Nadie construyó la ciudad: se filtró como fiebre, como pulsión que se arrastra entre las grietas de los días. No creció: fermentó. No nació: escupió sus huesos sin querer ser cuerpo. Y lo que brilla no es luz: es el delirio incandescente de su descomposición. Toda arquitectura es vómito detenido. Todo asfalto es una lengua reventada. Y no hay caminante, sólo el espasmo del movimiento.
No se camina: se resbala. Los pasos no avanzan, se funden. El espacio no se abre, se pliega. Las calles ya no conducen, simplemente insisten, se retuercen sobre sí mismas, duplicadas por una lógica que no sabe de direcciones, sólo de vértigo. Lo que debiera ser ruta es nudo. Lo que debiera ser esquina es trauma. Y el aire —sí, incluso el aire— tiene textura de espanto pulido, como si el oxígeno viniera envuelto en polvo de pantalla. Respirar no es inhalar: es llenarse de residuos luminosos, de imágenes enfermas, de ruido que no suena pero permanece como una presión tibia entre los dientes. Se respira con miedo. Con fatiga. Con sospecha.
La ciudad emite. No comunica. Exuda signos. No dice. Cada edificio es un órgano sin propósito que segrega anuncios, alarmas, gestos, transacciones, cuerpos clonados en vitrinas, brillos sin tacto, voces sin garganta. La ciudad no habla: se filtra. No significa: se repite. Una y otra vez, como un mantra degenerado, como un ritmo que ya no tiene fuente ni dirección, pero sigue, sigue, sigue, porque detenerse implicaría recordar. Y aquí recordar sería morir. O peor: despertar. Pero nadie quiere despertar del delirio de habitar lo inhabitable. Porque si algo existe aquí, es la costumbre de fingir que esto tiene forma. Que esto es una ciudad.
La noche no llega, sólo se atenúa el vómito. La luz se pudre en los postes. El neón ya no ilumina: se desangra lentamente en las fachadas, como un insecto fosforescente que se arrastra hasta apagarse. Las sombras han sido abolidas: no hay espacio para el matiz. Todo está bañado por un resplandor absoluto, opaco en su intensidad. Y lo absoluto no revela: devora. En ese resplandor sin nombre se borran las diferencias, se funden los objetos, se deshace la memoria. Es una luz sin origen. No proviene de ninguna estrella ni de ninguna divinidad ni de ninguna física. Es una luz sin propósito, sin alma, sin ternura. Es una herida abierta que no deja de emitir. Se pega a la piel, penetra en los ojos, infecta el pensamiento.
Nadie habita esta ciudad. Nadie vive aquí. Se sobrevive. Se flota. Se transita como fragmento. No hay cuerpos enteros: sólo residuos de humanidad, gestos automáticos, simulacros de presencia. Cada rostro es una máscara usada por otro rostro. Cada mirada, una repetición borrosa de algo que ya no existe. El lenguaje se deshace en la boca, como si las palabras hubieran olvidado su peso, su carne, su sombra. No hay conversación: sólo frases interrumpidas, pulsos sintácticos sin oxígeno, mensajes que se evaporan antes de ser escuchados. La voz no es voz: es residuo auditivo. Una vibración desfigurada por la velocidad del olvido.
Los nombres han sido suprimidos. Las calles ya no se llaman. Los edificios ya no se distinguen. Todo ha sido rebautizado por una lengua que no se pronuncia. Se camina por coordenadas ilegibles. Se gira por intuición. Se sube sin saber qué se baja. Se entra donde no hay puerta. Todo lugar es otro. Todo lugar es nadie. Y en esa indeterminación total, el cuerpo se pierde. No en el espacio, sino en sí mismo. El cuerpo ya no es extensión, es interferencia. No ocupa: interrumpe. Es un error en la textura de la imagen. Es un fallo del algoritmo. Es un susurro que no fue programado.
Y entonces, en medio del flujo interminable, la ciudad se vuelve interna. Deja de estar allá afuera. Se implanta en la médula. En las vísceras. En la memoria no verbal. Se sueña desde dentro. Se excreta. Uno ya no camina por ella: la regurgita. Es un vómito mental. Un vómito nervioso. Un vómito que se queda. Que se vuelve parte. Porque incluso cuando cierras los ojos, la ciudad sigue ahí: no como recuerdo, sino como ruido persistente. Como una luz detrás del párpado. Como una ansiedad sin objeto. Como un temblor que no cesa.
Y tú —o eso que aún pronuncias como tú— no eres más que un síntoma de su permanencia. No estás en la ciudad: eres parte de su secreción. No hay dentro ni fuera. No hay observador. Eres eso que se derrama cuando la ciudad respira. Cuando la ciudad pulsa. Cuando la ciudad exhala. Exhala su vómito. De signos. De rostros. De pasos. De ti.
La ciudad no existe.
Y sin embargo, aquí estás.
(Lo sabes. Lo sabes. Lo sabes.)
Pero ya no importa.
Porque no queda voz.
Sólo ese eco espeso que aún vibra.
Y una luz que no cesa.
Una luz que no cesa.
Una luz que